San Mateo 11, 25-30:
Cabalgando en un asno, en un pollino de borrica
Autor: Arquidiócesis  de Madrid

 

Za 9,9-10; Sal 144; Rom 8,9.11-13; Mt 11,25-30

Venía la cosa anunciada desde antiguo: en un pollino de borrica. Ni carros majestuosos, ni caballos de belleza resplandeciente. Un mero borriquillo, con su humilde belleza. Modesto, sí, pero justo y victorioso. Será él quien domine todo, de mar a mar. Un señorío, pues, muy lejano al de los dominantes de la tierra.

Ahí es donde se nos muestra el esplendor del Señor Jesús. No viene con el imperio, su señorío no es el de los poderosos ni de los sabios ni de los entendidos. Estos se han quedado con un palmo de las narices de pinocho. Creían que la revelación sería para ellos, porque ellos son los que merecen la pena, los que dominan el mundo, los que nos avasallan y ejercen un poder inquebrantable entre nosotros. Porque son ellos quienes se creen merecer la pena pues poseen la revelación de cualquier señorío. Los dominadores. Los que se apadrinan a sí mismos. ¿Los demás?, bah, ¿quiénes son?, ¿qué quieren?, ¿cuáles son sus credenciales? Pues mira tú, Jesús tiene otras ideas, otras maneras de ser. Su revelación es otra. Él se entrega a la gente sencilla. A ellos es a quienes se revela. No porque le haya dado un retortijón de envidia ante el poder de los poderosos. Es que él se revela de parte de Dios. A Dios, su Padre, le ha parecido así. Su Padre todo se lo ha entregado a él. Y la manera de conocer a Dios, nuestro Padre, es a su través. Ninguna otra. Al Hijo solo lo conoce el Padre, y a este solo le conoce el Hijo. No hay otra revelación. No hay otra manera. El Hijo se lo revela a quien quiere. ¿A quiénes? El signo de venir cabalgando en el pollino de borrica, en suprema humildad, nos señala lo que quiere con nosotros. Que vengan a él los cansados y agobiados, los que están deslomados por las cosas de su vida, los asedios de la existencia, a quienes no les alcanza la camisa al cuello, los que ya no pueden con su alma, porque todo parece torcerse sin remedio para ellos. Los que viven ya como seres sin esperanza. Los que sufren sin saber por qué. Los que son pobres sin haber puesto nada de su parte, porque sí. Es justo a ellos, a nosotros, quizá, a quienes viene Jesús montado en su suave y peludo borriquillo. Y viene para ofrecernos el conocimiento del Padre, de su Padre, de nuestro Padre. No solo el conocimiento, sino también el alivio. Yo os aliviaré, nos dice. Cargaremos con nuestro yugo, no para ser aplastados por él, mas para aprender de él, que es manso y humilde de corazón. Humildad y mansedumbre. Qué hermosas palabras cuando se refieren a Cristo y se nos dan como ocasión inmejorable de alivio. Su humildad y su mansedumbre son bálsamo para nuestra vida, para nuestro ser. Nuestro yugo es de humildad y mansedumbre, como el suyo.

De esta manera, nos dice san Pablo, el Espíritu de Dios habitará en nosotros. Somos de Cristo, pues tenemos su Espíritu. El Espíritu de quien lo resucitó de entre los muertos entra en nosotros para vivificar nuestra carne, haciéndola espiritual. Por eso, viviremos con el Espíritu, que grita en nuestro interior: Abba, Padre, y con él daremos con nuestra vida obras espirituales, las obras de misericordia. Por eso, podremos seguir a quien nos llama y vivir con él como quiere de nosotros.

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid