San Mateo 19, 3-12: Lo que era al principio
Autor: Arquidiócesis  de Madrid

 

El hombre ha sido creado para servir, alabar y amar a Dios sobre todas las cosas y, de esa manera, salvar su alma. Con palabras parecidas a estas se expresa san Ignacio al inicio de los Ejercicios Espirituales. En nuestro corazón hay esa tendencia a la felicidad, que va unida a la perfección de cada uno. Estamos llamados a ser santos.

Nacemos con el pecado original, que ha herido nuestra naturaleza y hace que tengamos una cierta inclinación al mal. De ahí que, con frecuencia el bien se nos presenta como algo difícil y desistimos de practicarlo.

En principio toda persona desea ser mejor, y en nuestro dinamismo está que busquemos mejorar. Nuestra misma naturaleza biológica tiende al crecimiento y al fortalecimiento. También a nivel profesional deseamos aprender más y mejorar. A nivel moral y espiritual debería suceder lo mismo: esforzarse cada día por mejorar como personas y en nuestra amistad con Cristo.

Pero, si en muchos aspectos de nuestra vida nos desanimamos, porque pensamos que no vale la pena ir más allá o mejorar, cuando eso sucede en nuestra vida espiritual, las consecuencias son terribles. En el contexto de una pregunta sobre el matrimonio Jesús se refiere a ese hecho. Moisés permitió que los israelitas abandonaran a su mujer y se casaran de nuevo por la dureza del corazón. Era por tanto una ley que respondía a una situación en la que el ideal de santidad había quedado muy dañado.

Más allá del matrimonio, podemos aplicar esa máxima a todos los aspectos de la vida. Jesús remite al principio, al momento de la creación. Por tanto apela al designio de Dios cuando, por amor, nos dio la existencia. Él nos hizo a imagen y semejanza suya y en su designio está que lleguemos a vivir en perfecta amistad con él. De hecho, el matrimonio es una imagen de la unión de Dios con toda la humanidad y más singularmente de Cristo con la Iglesia. La fidelidad y unidad del matrimonio, llegar a ser una sola carne, refleja la intimidad de unión que Dios quiere tener con todos los hombres y que se realiza en la Iglesia.

Por eso hoy se nos llama a no dejar que se endurezca nuestro corazón. Esto puede suceder por muchos motivos. Uno puede ser la rutina, en lo asombrarnos continuamente por las gracias que recibimos. En la primera lectura se Josué recuerda al pueblo de Israel todo lo que Dios ha realizado con este pueblo a lo largo de la historia. Les enseñaba así a reconocer y agradecer. Otro motivo de endurecimiento es acostumbrarse a lo que está mal y volvernos indolentes. Somos felices en la medida en que cada día luchamos por mantenernos en esa felicidad. Ante nuestros ojos se presentan muchos atajos, pero la verdadera felicidad es exigente. En la imagen del matrimonio se nos descubre como un darse cotidiano. No se trata de un gran gesto en un momento determinado sino de la constancia en la entrega: del amor mantenido en el tiempo.

En nuestra época vivimos un enfriamiento del amor. No sucede sólo en los matrimonios sino que se da en general en todos los ámbitos de la vida. El amor ha quedado reducido a sentimiento y eso nos hace vulnerables e inconstantes, dependientes de las emociones de cada momento. Pidamos pues al Señor que su gracia mantenga esponjados nuestros corazones para que podamos amar con el amor con que Él nos ha amado y así lleguemos a ser plenamente dichosos.

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid