San Lucas 18, 1-8: Un silencio sereno lo envolvía todo
Autor: Arquidiócesis  de Madrid

Sab 18,14-16.19,6-9; Sal 104; Lc 18,1-8

La palabra poderosa de Dios se abalanzó desde lo alto a nosotros, país condenado. Su espada afilada lo llenó todo de muerte. ¿Qué?, ¿al final será todo condena y escarmiento feroz?, ¿destrucción y deshecho? No, no, seguid escuchando, porque ahora la creación entera ha cambiado de naturaleza. No más condena a muerte. Hasta la naturaleza de las cosas que son junto a nosotros tienen ahora sus nubes para darnos sombra, y vemos cómo surge tierra fértil del agua salobre del mar Rojo, vía ahora practicable que se convierte en camino que nos lleva al Señor. Por donde pasaron, pasaremos también nosotros a pie enjuto. Estaremos protegidos por su mano. Prodigio asombroso.

¿Qué ha acontecido?, ¿por qué ese cambio de naturaleza desde la condena inexorable a la muerte a este presenciar prodigios asombrosos? Cantaremos al Señor con grandes voces, nos gloriaremos en su monte santo, allá donde iremos los que buscamos al Señor. Porque se ha acordado de la promesa que hizo a Abrahán, nuestro padre en la fe. Hasta la naturaleza de las cosas creadas ha virado desde la ocasión de muerte que era para nosotros, al vergel con aguas caudalosas que nos ayuda en nuestro caminar hacia el monte santo, el monte del Señor.

La jaculatoria del aleluya antes de la lectura del evangelio que, por una vez, no está sacada del NT, nos expresa dónde está el quicio que produce este cambio tan asombroso: Dios nos llama por medio del Evangelio, para que sea nuestra la gloria de nuestro Señor Jesucristo. Porque al mirarnos al espejo es a él a quien vemos, mejor, contemplamos en su gloria inmarcesible, y esa contemplación, por su gracia, que nos adquirió en la cruz, hace que esa gloria sea ahora también nuestra gloria.

Sí, bien, pero ¿cómo será posible que la gloria, que es cosa suya y bien suya, llegue también, por su gracia que nos justifica, a ser nuestra y bien nuestra? Solo hay un camino: la fe en él. Esta es la que cambia hasta la naturaleza de todas las cosas creadas. Ahora, todo nos será favorable. Es la única condición. Es lo que el Señor espera de nosotros: que creamos en quien ha sido enviado a nosotros, en quien es la razón misma de la creación, de quien hace posible nuestra justificación salvadora del pecado y de la muerte. Dios nos llama a la fe. Dios nos ofrece la fuerza graciosa de que seamos fieles a esa llamada en Cristo Jesús. Mas ni siquiera esa cosa tan mínima cabe dentro de nuestras fuerzas, por eso tenemos que pedírselo al Señor como aquella viuda insistente y machacona, hasta fastidiar al Señor para que nos haga justicia, es decir, para que nos justifique por medio de la fe que él mismo nos ofrece. Hasta esto, tan pequeño, siendo cosa nuestra y bien nuestra, depende de él, porque sólo él puede darnos el ejemplo de su confianza en nosotros. Dios está de tal manera encariñado con nosotros, por medio de su Hijo, colgado en la cruz, de tal manera te quiere a ti y me quiere a mí, que no ceja de ofrecernos eso que es tan nuestro: la fe. Si él, en su querencia hacia nosotros, hacia ti y hacia mí, con toda la fuerza de su ser, con la suave suasión atractiva con la que nos envuelve en el silencio sereno, no se empeñara en todo momento, la fe no comenzaría siquiera a ser cosa nuestra ni dudaría no más que unos instantes.

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid