San Lucas 2, 1-14: Misterio de encarnación.
Autor: Arquidiócesis  de Madrid

2Is 9,1-3.5-6; Sal 95; Lc 2,1-14

Misterio de encarnación

Porque la encarnación, en sí, no es nada misterioso, bueno, tiene todo el inmenso misterio de las cosas naturales, nace un niño en mitad de la noche en Belén, el pueblecito de David, y sabemos que otros muchos nacieron de igual manera en ese tiempo y lugar, el déspota Herodes se encargó de hacérnoslo notar. Alcanza un grado sorprendente de misterio que quien nace allá de María sea el Hijo de Dios, y las circunstancias absolutamente fuera de lo natural que se dan en ese nacimiento.

Todo nacimiento tiene que ver con Dios, creador de todo lo que tiene ser, por eso también creador a su imagen y semejanza de todo niño que viene al mundo. Pero en Jesús esa relación es muy diversa, mucho más empeñativa, pues quien nace como carne de la carne de María es el Hijo de Dios. Dios mismo toma carne en María. Por eso, estamos ante el misterio de la encarnación del Hijo de Dios.

Llama poderosamente la atención que solo dos evangelios hablen de ese nacimiento, Mateo y Lucas; Juan, siempre a su aire maravilloso, hablará del Verbo hecho carne; Marcos, desde la primera línea nos lo afirmará con rotunda claridad, principia el Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios. Las cosas quedan nítidas en los cuatro evangelios, pero Mateo y Lucas, que hoy leemos, extienden el relato al desarrollo explícito del Misterio de encarnación. Quede claro quién es ese niño, Jesús, que hoy nace del vientre de María. No alguien que, en su momento, Dios, desde las alturas, mirará con gusto, y se dirá que ese va a ser su mensajero, que a él elegirá como Hijo. No, era Hijo antes de aparecer en carne como la nuestra. Porque en Dios, si se puede decir de este modo, en el Hijo, sobre todo, había una gran querencia por la carne. Nos había creado a imagen y semejanza suya, punto culminante de la creación, pues, vistas las cosas desde el punto de vista de Dios, pero nosotros la emborronamos hasta hacerla casi irreconocible. Es obvio que Dios sabía que nuestra libertad nos inclinaría de modo irrevocable al pecado, venciéndonos con el seréis como dioses. Mas el increíble Misterio de encarnación que esta noche vivimos nos ofrece la imagen y semejanza que alcanza ahora su plenitud completa en el Hijo, en Jesucristo: mirándole a él sabemos cuál es el camino de nuestra encarnación.

¿Nos engañaremos creyendo que ahora, en la gruta de Belén, en el misterio insondable de Dios que allá se nos hace presencia, se termina todo, y que la teología, y nuestra vida de seguimiento de Jesús, debe ser solo la que contempla ese Misterio de la encarnación del Hijo? Nos quedaríamos demasiado acá del Misterio de Jesús el Cristo, que alcanzará su completud en la cruz, en el descenso a los infiernos, en donde la carne de Jesús asume toda carne, por degradada que se dé, para redimirla, en la resurrección y la ascensión a los cielos. Mirándole a él en la conjunción entera de su vida y de su muerte por nosotros sabemos cuál es el camino de nuestras líneas de universo, de la universalidad de todo eso que vamos siendo, y contemplamos cómo ellas convergen a ese punto atractor para nosotros que es la carne entera de Cristo en los Misterios de su vida y de su muerte, que estira de nosotros con suave suasión.

La Navidad que se encierra en solo ella misma es fiesta de grandes almacenes, puro chanchullo escabullante; aunque también melancolía de nuestro antiguo ser carne de niño, sobre la que hacemos memoria, y esto es esencial con la relación que guardamos con Dios.

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid