San Lucas 2, 22-40: El niño iba creciendo y robusteciéndose
Autor: Arquidiócesis  de Madrid

Eclo 3,2-6.12-14 o Col 3,12-21; Sal 127; Lc,2-22-40

Casi no se comprende por qué los evangelios no nos hacen aparecer a Jesús ya en la plenitud de su edad, cuando va a ponerse en la cola para que Juan le bautice. ¿No es una insensatez haberse dedicado al Misterio de encarnación, del que ahora salimos, viendo crecer al niño, primero en el seno de María, y luego por la leche de su madre? El Hijo del hombre, el Mesías, el enviado del Padre que aparece ante nosotros junto al río Jordán. ¡Y ya está! ¿Para qué haber hablado tanto de carne, de conjunción de carnes, de carne de Dios, de tocamientos? ¿No ha sido todo eso un pasarse por muchos metros? Hubiera aparecido el Mesías en el esplendor de su edad, y, luego, todo habría seguido igual en la historia del Jesús que conocemos. Pero no, la Iglesia, la comunidad primitiva de la Iglesia que nos acerca a Jesús y que escribió sobre él los textos canónicos en los que encontramos quién es el Jesús que será nuestro salvador y redentor, quien nos librará del pecado y de la muerte, que nos ofrecerá la plenitud de nuestro ser en su imagen y semejanza, se empeña en ir al nacimiento de la carne, y nos habla de un Misterio de encarnación, es decir, de un Misterio de carne.

Sin ello, nada grande, seguro y definitivo se nos hubiera donado de parte de Dios. Sería, quizá, un saludo afectuoso desde el cielo, un amable descender del Hijo hasta nosotros para enseñarnos los caminos, seguramente de moralina, que nos llevarán a lo alto. Hasta la cruz, y no digamos el descenso a los infiernos y la resurrección, no pasarían de ser un amable guiño que Dios nos hace desde sus alturas. Pero de ninguna manera alcanzaría la profundidad de nuestro ser, nuestra profundidad carnal. Porque, finalmente, en nada se parecería de verdad a nosotros; quizá sí en el aspecto, pero no en la profundidad de nuestro ser. No podría participar en su carne doliente de la profundad de nuestra carne de pecado, no descendería a los infiernos a que el pecado nos abaja, para desde ahí, desde lo más impuro y profundo de nuestra dolencia pecadora, con la pureza inmaculada de su carne traspasada, alcanzar lo más hondo, lo más bajo de lo que somos, en todo igual a nosotros, excepto en el pecado, aunque él, en la cruz, se haga portador de todo nuestro sufrimiento, de toda nuestra bajeza, de nuestra impiedad, de nuestro mortal egoísmo, y restaurar el deseo de buscar a Dios, de encontrarnos con él en la persona de Cristo.

Era necesario que el cuerpo de Jesús, su carne inmaculada, fuera como un pendejo colgante, que bebiera de ese cáliz hasta sus heces. Y eso solo podía darse en la completud de Dios si ahora es él, Jesús, el hijo de María, al que vemos crecer en medio de su familia, quien se llena de sabiduría y de la gracia de su Padre Dios. La Sagrada Familia nos da la realidad exacta de su ser. Como todo niño, sin el apoyo de su familia, de los seres que le amaban con ternura y cuidaban sus pasos, no hubiera sido, hubiese muerto, no se hubiera hecho grande en el entorno de amor que lo llevaba al amor de Dios, su Padre; hubiera sido un ser truncado, tarado, al que se le hubiera cortado toda posibilidad de plenitud en su ser imagen y semejanza.

Asombra que el Misterio de encarnación pase por aquí.

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid