San Marcos 3,31-35: La familia de Jesucristo
Autor: Arquidiócesis  de Madrid

Ya estamos acostumbrados a escuchar respuestas sorprendentes de labios de Jesús. Pero la sorpresa no nos lleva a pensar mal. No podemos hacerlo, en primer lugar, porque la consideración de la santidad del Señor nos lo impide. Siempre que nuestra razón tropieza con algo de difícil comprensión sabemos que el problema está en nosotros y no en el hecho o las palabras que se nos han transmitido. Además, conforme nos adentramos en la contemplación de la vida de Cristo vamos descubriendo como muchos escollos desaparecen. El Señor siempre es más grande de lo que nuestros pensamientos son capaces de pensar.

Jesús no habla contra su familia, ni contra su Madre ni contra el resto de su parentela. Resulta justo lo contrario. No es que el señor marque distancias con su familia según la carne, sino que la introduce en el dinamismo de su misión. Al igual que Él, nacido de las entrañas de María Virgen, mantiene una relación personal con el Padre, que es la que le define principalmente, también ahora muestra que todos los que se incorporan a Él, por la fe, participan de una especial relación con Dios.

En el Credo se nos dice que se hizo hombre “por nosotros y por nuestra salvación”. Todo lo que tiene que ver con la carne de Cristo se ordena a nuestra salvación. La Virgen, especialmente, participa de esa historia de la salvación. De ahí que san Agustín nos recuerde que ella, antes de concebir en su seno, concibió en su corazón por la fe.

Como señala el beato Guerrico de Igny “ella desea también formar s su Hijo único en todos sus hijos de adopción. Por eso, aunque ya hayan sido engendrados a través de la palabra de la verdad, María sigue igualmente engendrándolos cada día a través de los deseos y la solicitud de su ternura maternal”. De ahí que en las palabras de Cristo no se marca una distancia respecto de su familia sino que, por el contrario, lo que se hace es introducirnos en el misterio de la Redención.

Aún más, se nos indica que al hacernos discípulos de Jesucristo entramos a formar parte de una familia más grande, la de los hijos de Dios. Lejos de romperse los lazos que nos unen a nuestros ascendientes y descendientes, estos quedan reforzados. Porque ahora ya no son sólo según la carne y la sangre sino también por la gracia. Las palabras de Jesús nos mueven a darnos cuenta de que la relación con Él nos es concedida por pura gracia. No hay nada en nosotros que nos lleve a merecer la vida divina que se nos concede. Por otra parte nos hace darnos cuenta del gran don que nos ofrece, porque nos incorpora al grupo de su madre y sus hermanos. Finalmente también nos hace caer en la cuenta de que la verdadera y más profunda relación con quienes nos rodean no se funda en las meras relaciones humanas, sino en la de todos con Dios. En Él nos es concedido amar de una manera nueva a nuestros familiares y a todos los hombres. Al mismo tiempo ya no nos vemos en la mera historia temporal sino en la apertura a la eternidad. Unas relaciones que no rompe la muerte sino que están llamadas a su plenitud en la vida eterna.

Que la Virgen María nos acompañe en el camino de la fe y de la amistad con su Hijo y hermano nuestro.

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid