San Lucas 11, 29-32: Arrepentimiento
Autor: Arquidiócesis  de Madrid

Leemos hoy, en la primera lectura, el momento en que Jonás va finalmente a Nínive a predicar un castigo por los pecados de la ciudad Antes, como sabemos, Jonás había intentado eludir su misión embarcándose en dirección contraria. A Jonás le podía un prejuicio: ¿cómo una nación pagana iba a volverse hacia un Dios que no conocían? Sin embargo, la reacción de aquellas personas es bien distinta a la esperada. La presencia de aquel singular profeta les hace caer en la cuenta de sus pecados y, al mismo tiempo, de la grandeza de un Dios que no es vengativo. De ahí que digan: “invoquen fervientemente a Dios, que se convierta cada cual de su mala vida y de la violencia de sus manos; quizá se arrepienta, se compadezca Dios, quizá cese el incendio de su ira, y no pereceremos”.

El anuncio del bien suscita la percepción del mal. Ciertamente este es cometido por nosotros, pero también nos encadena haciéndonos esclavos suyos. Sólo la presencia de una buena noticia, en este caso Jonás, nos abre a la esperanza y nos mueve a desear cambiar nuestra vida. Así sucedió con los habitantes de Nínive y Jesús, en el evangelio, recurre a aquella historia para intentar mover el corazón de quienes le escuchan.

Jonás fue una señal, pero ahora hay otra más grande: el Hijo de Dios en medio de nosotros. ¿Cuál era el pecado de aquella generación? Dice Jesús que pedían un signo y, sin embargo, lo tenían ante sus ojos. Por eso califica a aquellos hombres de perversos y malvados. No es sólo que hicieran cosas malas, sino que su corazón se había ido tras de ellas y les había cerrado el entendimiento. De tal manera que cuando se encuentran ante la persona de Cristo, en quien resplandece la bondad y la misericordia, no son capaces de volverse hacia Él, sino que, insolentemente, piden un signo más grande.

El arrepentimiento, para que se produzca, no conlleva sólo el reconocimiento de un mal cometido (pecado), sino también la esperanza de alcanzar un bien. De alguna manera Jonás hizo visible ese bien a los ninivitas que, con el rey a la cabeza, se lanzaron inmediatamente a hacer penitencia. Nosotros, en el camino de la cuaresma, también debemos volver continuamente la mirada a Cristo. Ante Él no sólo se hacen más claras nuestras infidelidades, sino que se muestra su misericordia. En su mirada amorosa, si nos dejamos envolver por ella, se nos revela también la grandeza a la que estamos llamados. Es cuando caemos en la cuenta de su bondad que dejamos de experimentar el atractivo del mal como la mejor opción para nosotros, porque la esperanza se abre camino en nosotros.

Si ahora observamos que nos cuesta ponernos en marcha, que el deseo de cambio es pequeño en nuestro interior, que nos cuesta la conversión, quizás en vez de intentar grandes esfuerzos lo que hemos de hacer es detenernos más tiempo ante la imagen de Cristo. Contemplarlo en la cruz, o meditar sobre su presencia en el sacramento de la Eucaristía, leer detenidamente el evangelio y meditarlo, … En su persona encontraremos el punto de apoyo para desasirnos del mal y encaminarnos hacia la santidad que se nos ofrece.

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid