San Juan 20, 19-23: Pentecostés
Autor: Arquidiócesis  de Madrid

Una de las lecturas que se puede elegir para la misa de la vigilia es el relato del Génesis (cap. 11) que narra el intento llevado a cabo por algunos hombres de construir una torre que llegara hasta el cielo. No pudieron culminarlo porque se confundieron sus lenguas y no se entendían. En el libro de los Hechos se narra justo lo contrario. Multitud de personas, de distintas procedencias y hablas, comprenden las enseñanzas de los apóstoles. Ese signo, que muestra la presencia del Espíritu Santo y su eficacia, también lo podemos ver hoy. La Iglesia está formada por millones de personas, de muy diferentes culturas y dispersos por todo el mundo. Sin embargo experimentamos que pertenecemos a un mismo pueblo. De ahí que sea algo constante el flujo de noticias y el intercambio de vivencias que se da entre miembros de comunidades muy distantes. Somos millones de personas pero una sola Iglesia. Ese milagro lo hace posible el Espíritu Santo.

En las lecturas se nos dan dos imágenes del Espíritu Santo. Por una parte aparece con un viento impetuoso y bajo la forma de lenguas de fuego. Por otra, en el Evangelio, Jesús exhala su aliento sobre los Apóstoles para comunicarles el Espíritu. En las dos imágenes se nos anuncian los dos efectos. El Espíritu Santo que viene a nuestros corazones nos trae la paz, la tranquilidad de espíritu, la vida de la gracia. El Espíritu que mueve a la Iglesia la capacita para la gran obra de evangelización, derribando los muros que parecen infranqueables y conduciendo su historia en medio de dificultades. La obra exterior tiene su correlato en el corazón de los hombres. No sólo se realiza una gran obra de evangelización, impensable e imposible sin la asistencia del Espíritu Santo, sino que, además, este viene a cada hombre y lo transforma interiormente concediéndole el don más preciado: la paz.

Por otra parte hemos de pensar en la importancia del Espíritu Santo para nuestro crecimiento espiritual. Escribió santa Teresa:”El Espíritu Santo como fuerte huracán hace adelantar más en una hora la navecilla de nuestra alma hacia la santidad, que lo que nosotros habíamos conseguido en meses y años remando con nuestras solas fuerzas“. A veces nos cansamos en la lucha por la santidad o sentimos la insatisfacción de la entrega apostólica porque no vemos los frutos esperados. Es posible que ello suceda porque trabajamos solos sin contar con la asistencia del Espíritu Santo. Entonces todo se vuelve árido y la misma vida espiritual chirría.

Por decirlo de alguna manera, la gracia nos ha dotado de un organismo espiritual, pero para moverse precisa de la continua asistencia de la misma gracia. Sin ella todo resulta costoso. Es como cuando David se enfrentó a Goliat. Saúl le prestó su armadura, pero le resultaba grande y pesada. Así que se desprendió de ella y acometió al gigante filisteo fiado de Dios y con su onda. Sin el Espíritu Santo no podríamos nada. Cierto que no lo vemos, pero podemos observar sus efectos. Y, como señala la santa de Ávila, más ganamos poniéndonos en sus manos e invocándolo con frecuencia, que intentando construir fiándonos de nuestras solas fuerzas.

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid