San Mateo 28, 16-20: Habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar Abba, Padre
Autor: Arquidiócesis  de Madrid

Dt 4,32-34.39-40; Sal 32; Rom 8, 14-17; Mt 28,16-20

¿Hijos de quién?, de Dios, que es nuestro Padre. ¿Adoptivos?, sí, porque el Hijo nos ha hecho hermanos suyos, de modo que su Padre, pues Jesús siempre le llama mi Padre, sea nuestro Padre, como decimos en la oración que él nos enseñó lo profundo de eso a lo que aspiramos. ¿Cómo lo sabemos, de qué manera lo decimos?, porque el Espíritu de Dios nos lo enseña gritando en nosotros. Cada vez que hacemos el signo de la cruz, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, se nos abren las puertas del siempre, siempre, siempre de Dios, el Dios Trinitario.

Sin la Santísima Trinidad, Jesús se nos convierte, a lo más, en un superman que Dios eligió porque lo encontró el más bello de los hombre, y el espíritu que Jesús nos envía se empequeñece, y nada tiene ya que ver con el Espíritu que en el momento de la creación primigenia incubaba sobre las aguas. De este modo reductivo, Dios se nos habría convertido en el Uno, en el Único, en el Omnipotente, en el Dueño de cielos y tierra, y habríamos destrozado el cumplimiento de la Alianza con su pueblo elegido al romper su ligazón con el Mesías Jesús que ha de venir de su parte y ya llega a nosotros en la cruz. La cruz se convertiría, así, en una suprema injusticia, pero nada más, perdiendo su carácter salvador y redentor, que encontramos en el “era necesario” (Lc 24,26) que así sucediese, lo que nos espanta tanto. Una cosa sería, grande, es verdad, que Dios el Único dejara morir injustamente en la cruz al más bello de los hombres, al que él, deslumbrado, habría elegido, y que ahora, para su sorpresa era ajusticiado de manera tan bestial. Otra cosa bien distinta ver que el era necesario se refiere al Hijo, a su Hijo único, a quien ha habitado con el Padre desde siempre en el siempre de Dios. En ese modo tan reductivo de entender a Dios perderíamos el impacto que la carne muerta y resucitada de Jesús hace en el seno mismo de la Trinidad, abriéndonos camino a ella, primero la carne de María, Madre, y luego, en-esperanza, la nuestra. La fe, de ese modo, sería un creer en el más bello de los hombres, lo cual, ciertamente, nos abriría una rendijita al sentir mismo de Dios, el Único, pero nunca nos haría por el Espíritu hijos adoptivos en el Hijo.

Qué tristeza si nuestro Dios no fuera Santísima Trinidad. Nadie gritaría en la ronquera de nuestra corazón. No nos dejaría enamorar con suave suasión por ese punto de completud que alarga como don nuestra plenitud. A lo más, nos haría crecer un poquillo eso que somos —¿lo seríamos de verdad?, ¿lo estaríamos siendo de verdad?—, muy lejos de la plenitud a la que el Hijo nos invita, haciéndose en su carne la imagen y semejanza de Dios, ahora Padre, y por ello constituyéndose en nuestro Modelo, un modelo de plenitudes infinitas que se alargan hasta el siempre, siempre, siempre. Pues sin el Hijo no podríamos descubrir la naturaleza, la verdadera naturaleza de nuestro ser. Nunca podríamos vivir en la realidad, cuyo fundamento mismo es la Trinidad Santísima, sino que viviríamos en el desparrame desintegrador de nuestras realidades construidas por nosotros mismos, y nuestras líneas de vida no alcanzaría ese momento tan emocionante en el que el Espíritu grita en nuestro interior: Abba, Padre.

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid