San Marcos 12, 35-37: La gente, que era mucha, disfrutaba escuchándolo
Autor: Arquidiócesis  de Madrid

2Tm 3,10-17; Sal 118,152; Mc 12,35-37

Pero tú permanece en lo que has aprendido y se te ha confiado. Porque, escuchando a Pablo, oímos al mismo Jesús, pues nos presenta su Evangelio, y este no es otro que, como dice siempre, la cruz de Cristo. Porque tal es el disfrute de la fe. Y la fe no es sino el inmenso deseo de estar con él, por más que sea al pie de la cruz, junto a la piedra de la tumba que señala el sepulcro vacío. La fe es el inmenso deseo de Dios, a través de Jesús, nuestro Señor. Un deseo de nostalgia. Un deseo de racionalidad. Un deseo de seguirle, sabiendo que en él, el visible que tantas veces parece que nos escamotea su cuerpo, ahora carne resucitada, contemplamos al Invisible. La fe es la certeza de que él está con nosotros, conmigo, contigo. Aunque no termine de verlo. Aunque no termine de verle. La fe es acto deseante. Pero no una caída en la irracionalidad, en el mero grito, en el refugiarse en las virtualidades de lo imaginario, de lo no más que simbólico. La fe es tener completa confianza en la realidad que nos circunvala, realidad de Dios. La fe es ansia de dejarse llevar en completo uso de nuestra libertad voluntaria por la suave suasión del enamoramiento. La fe es otro nombre del deseo de Dios. Sabiendo en ella que Dios se nos dona en Jesucristo. Por eso, aún siendo cosa nuestra y bien nuestra, es un don del cielo.

La fe, así, es un acto racional en el que se calibra nuestro deseo. Deseo de Dios, pues, finalmente, todo deseo nuestro, porque soy en nuestro meollo mismo carne deseante, mi verdadera naturaleza es tal que mi ser definitivo, mi ser en plenitud busca encontrarse con Dios. Y este encuentro se nos dona en Jesús. En ningún otro lugar, en ninguna otra persona cuando es en su completud. Por eso la fe es un don, aún siendo nuestra, ya que está ligado a los internalidades mismas de lo que somos: carne de razón y carne deseante. Por la fe vemos, en ese punto atractor que estira de nosotros en suave suasión, al crucificado resplandeciente con luz transfigurada, la plena naturaleza de lo que somos, mejor, de lo que podemos ser y vamos a ser cuando la miramos y nos dejamos mirar desde ella. Una mirada de futuro, una promesa, pues solo vivimos en el presente, y podríamos decir algo así como que el futuro no existe, que es una ilusión virtual, pues solo existe para nosotros el presente continuado en el que nos hallamos. Mas por la fe esa promesa de futuro se hace realidad de presente en nuestra misma carne. De modo que por la fe esa carne de futuro, que podría no ser sino mera virtualidad imaginaria, nos allega a la misma realidad, realidad de Dios. Por la fe, lo que no hubieran sido sino haces de las líneas de carne de nuestro ir siendo, demasiadas veces desmigajamientos sin unidad ni convergencia, por tanto, sin sentido ninguno, se comprometen en el dirigirse a un punto, el punto atractor del madero transfigurado por la luz de la resurrección. Punto que nos abre la puerta del otro ámbito, el de Dios. La fe deseante es el camino por el que discurre esa suave atracción que estira de nosotros sin vaciar la libertad, esencial en lo que somos, en lo que vamos a ser cuando, por la gracia que desde ella se nos dona, nuestra voluntad se desapegue, por fin, del seréis como dioses.

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid