San Marcos 12, 38-44: Para halagarse el oído, se rodearán de maestros a la medida de sus deseos
Autor: Arquidiócesis  de Madrid

2Tm 5,5-8; Sal 70; Mc, 12,38-44

Esta pobre viuda ha echado en el arca de las ofrendas no lo que le sobra, pues pasa necesidad, sino lo que tenía para vivir. Lo dio todo, pues solo tenía ansia de Dios. No sé si sabía muy bien que significaba esto, pero tal era su realidad; ahí había llevado la convergencia de las líneas de su vida, de su propia carne, al ámbito de la ofrenda a Dios de todo lo que ella tenía, pues le había entregado todo su ser. Con el pequeño gesto, que solo Jesús fue capaz de percibir y valorar, se lo entregó todo. ¿A la medida de sus pequeñas ansias, de sus pequeños deseos? Así lo parecería si alguien la hubiera observado en ese gesto tan pequeño. Pero Jesús calibra en su realidad, aparentemente tan exigua, esa ansia de Dios que le lleva a darle todo lo que tiene, es decir, todo lo que es. Con ese gesto, tan poca cosa, llega a la plenitud de su propio ser. Ha realizado en él más que nadie, pues lo ha dado todo. Su deseo se plenifica en ese gesto de entrega al Señor. No deja nada para sí. Ahora, nada tendrá. Ha puesto su ser en las manos de Dios. A su manera, tan humilde, ella, como Simeón y Ana, sube al templo deseando ver la llegada de quien es su Señor. Y este le ha visto y nos la ha mostrado como ejemplo. ¿Que su deseo era demasiado pequeño, tanto que apenas si merecía la pena?, ¿que no se oyó el sonido de la cuatrena, la ínfima monedilla que ella echó en el arca de las ofrendas? Insensato, qué dices. Fue su vida entera. Tras ello quedaba en las solas manos de Dios. Así, había realizado su deseo. Un deseo al que solo Dios con sus manos de ternura y misericordia podía dar plenitud. Dios no la abandonó en su vejez, sino que en suave suasión atractiva la recogió en su seno. Diréis, ¿cómo es eso, si echó en la boca del arca apenas una nonada? El Señor, mirándola, completó la grandeza de su desear, convirtiéndola en imagen de lo que él es y del pequeño gesto que iba a completar en la pequeñez del madero, dando su vida por nosotros; en semejanza de ese darse por entero, poniéndose por completo en las manos de Dios su Padre.

Llegará un tiempo, este en el que vivimos, cuando la gente no soportará la sana doctrina, buscando el halago de sus oídos, por lo que hará señor suyo a quien le provoque gustosas rosquillitas en sus deseos insensatos. ¿Quién mejor para ello que los poderosos, los que tienen influencia, los que salen en los medios dominadores, en una palabra, la gente guapa? ¿De cuándo acá esa gente iba a fijarse en el gesto enano y sin brillantez de la viuda pobre? Lo que busca es que nosotros nos fijemos en ellos, adulando nuestros oídos con sus sonoros doblones. Proyectando en nosotros su deseo de poder y de dinero. Buscando que de este modo seamos sus cómplices. Para esto, el ruido de los dineros es cosa esencial.

El deseo de Dios que se completa en el echar la moneda en el arca de las ofrendas, atentamente mirado por Jesús, quien da todo su espesor de amor al pequeño gesto, se realiza, nótese bien, como deseo de amor al prójimo, que va a ser quien reciba el donativo.

Porque el deseo, así, es amor a Dios y amor al prójimo.

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid