San Mateo 9, 32-38: La trascendencia de Dios
Autor: Arquidiócesis  de Madrid

El salmo de hoy se inicia con esta afirmación: “Nuestro Dios está en el cielo, / lo que quiere lo hace”. Se trata de una clara afirmación de la trascendencia de Dios. En la historia han existido concepciones equivocadas sobre la divinidad. Una de ellas era el panteísmo, que afirmaba que todas las cosas eran dios. Otro error muy extendido ha sido el de la idolatría. A ello se refiere tanto el salo como la primera lectura de hoy. Una derivación de la idolatría es la magia, que pone cualidades divinas en realidades materiales. La magia supone además que el hombre es capaz de manipular dichas propiedades en propio beneficio.

La idolatría consiste en confundir a Dios con una realidad material. Aquí no hablamos de una representación de la divinidad, que puede seguir considerándose trascendente, sino de que el dios es una construcción humana. El salmista describe bien como las aparentes características de esas estatuas no significan en realidad nada (“tienen boca y no hablan, / tienen ojos y no ven, // tienen orejas y no oyen, / tienen nariz y no huelen”). En el ídolo se representan cualidades de los hombres, pero son totalmente ficticias, porque el ídolo no tiene entidad propia. Se trata de una creación humana y, por ello, es lógico que se parezca tanto a los hombres. Por eso los ídolos son siempre una reducción, a medida humana, de la divinidad.

Fijémonos ahora en otro aspecto. Cuando los israelitas, copiando de los pueblos que los rodeaban, fabricaban sus ídolos, utilizaban los mejores materiales. Oseas se refiere a la plata y al oro que empleaban. Si hacían un toro de metal precioso, para solicitar su protección o esperar mejores rebaños, pensaban que debían emplear los materiales más nobles. Pero eso tampoco significaba nada. Era desconocer que las creaturas tienen un creador y por eso, siempre se quedaban al nivel de la tierra. Ello indica un corazón materialista, preocupado sólo por los beneficios que puede obtener o los males a evitar, pero que va apagando la realidad espiritual del hombre.

Al mismo tiempo, esa concepción hace que se multipliquen los ídolos. Así se nos dice que la tribu de Efraím cada vez tenía más altares. Es la consecuencia de no ver la unidad del mundo, y entonces hacen falta diosecitos para cada parcela de la realidad (para el campo, para el ganado, para la casa, para la guerra,…)

Podemos pensar que esa clase de comportamiento está lejos de nosotros. Y, ciertamente, en su forma burda corresponde a concepciones del pasado. Sin embargo hemos de considerar dos cosas. Por una parte la cantidad de personas que vuelven a confiar en sortilegios y amuletos. Es como un olvido de que la providencia de Dios lo abarca todo y que nada escapa ni a su mirada ni a su gobierno. Por otra hemos de considerar lo que se esconde tras toda idolatría. Siempre, en la construcción de ídolos hay el poner la confianza en algo que, en definitiva es controlado por el hombre. En ese sentido se habla, por ejemplo, del ídolo del dinero. Pero también podemos reducir al Dios que se nos ha revelado y que hemos conocido a través de Jesucristo, fabricándonos una idea de él según nuestros gustos. Frente a ello se impone pedir al Señor que nos haga capaces de escuchar su voz y realizar el esfuerzo de buscar conocerlo cada día mejor para amarlo más.

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid