San Mateo 10, 24-33: La santidad de Dios
Autor: Arquidiócesis  de Madrid

Durante los próximos días leeremos algunos fragmentos del profeta Isaías. El que hoy escuchamos corresponde a la narración de la vocación del profeta. Pero fijémonos como este recibe el encargo en una visión en la que sobresale la gran trascendencia de Dios. Se nos muestra sentado en un trono y a su alrededor hay serafines, que están volando y al mismo tiempo cubriéndose con las alas, de las que tienen seis. Dios llena totalmente el templo con la orla de su templo. De esa manera se describe su grandeza. Al mismo tiempo los serafines gritaban llamando a Dios “santo, santo, santo…” Al llamar tres veces santo a Dios, se significa su absoluta santidad. Dios es el santo de los santos. De hecho no tenemos palabras para describir su absoluta santidad. Pero la visión del profeta nos ayuda para hacernos una idea de la grandeza de Dios. Con frecuencia nos olvidamos de su omnipotencia, de su inmensidad y santidad. La lectura de hoy nos llama para que nunca olvidemos la absoluta trascendencia de Dios; su grandeza inconmensurable.

Ante semejante visión se entiende la reacción del profeta, que reconoce inmediatamente su indignidad. Eso forma parte del temor de Dios. Este no es un miedo terrorífico por un peligro inevitable, sino descubrir la grandeza de Dios y al mismo tiempo nuestra pequeñez. Es como si de repente alguien importante llegara a nuestra casa y ésta no estuviera bien dispuesta sino totalmente desordenada. El contraste entre el inesperado visitante y nuestra situación nos haría sentir el deseo de que no se vaya y, al mismo tiempo, a reconocer su deferencia por venir a visitarnos.

Isaías experimenta la desproporción que se da entre su persona y lo que se le acaba de mostrar. Pero inmediatamente descubrimos que ese Dios santo que impone con su presencia no está para aplastar al hombre, sino que tiene un designio misericordioso. Lo expresa la imagen del serafín que se acerca con un ascua para purificar la boca de Isaías. Esa ascua procede del mismo altar, como imagen de que Dios nos da de los suyo. Su misericordia atraviesa todo su ser y se vuelca totalmente a favor del hombre. Por ello, a través del ascua, Isaías es purificado, y le son perdonadas sus culpas.

Y finalmente nos encontramos con la transformación que se da en el profeta. Ante la pregunta de Dios: “¿A quién mandaré? ¿Quién irá por mí?”, el profeta siente la necesidad de poner su vida al servicio de Dios. Por eso contesta: “Aquí estoy, mándame”. El Dios trascendente y santo quiere ir a salvar a los hombres; quiere entrar en nuestra historia para comunicar su santidad de la misma manera que ha hecho con Isaías. Pero es tal la fuerza de la comunicación de su salvación, que se vale de hombres a los que antes ha elegido y preparado.

En el proceso de la revelación los profetas ocupan un lugar muy importante. Ellos fueron los encargados de hablar en nombre de Dios e iban recordando y profundizando las enseñanzas de la Antigua Alianza. Al mismo tiempo iban preparando al pueblo para la llegada del Mesías. Cuando contemplamos esa historia nos damos cuenta del proceder maravilloso de Dios. Al mismo tiempo reconocemos su grandeza y como su obrar hacia nosotros, adaptándose a lo que somos y conduciéndonos hacia él, muestra una condescendencia misericordiosa.

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid