San Mateo 12, 46-50: Nos muestras, Señor, tu misericordia
Autor: Arquidiócesis  de Madrid

Mi 7,14-15.18-20; Sal 84; Mt 12,46-50

Qué empeño más desorbitado en ser misericordioso con nosotros. ¿Por qué?, ¿qué no te he hecho, Dios mío?, ¿en qué no te he ofendido? No importa, el Señor llega hasta la cruz por mí y por ti, por nosotros y por ellos. ¿De qué esa cabezonería: lograr que esa misericordia de la Trinidad Santísima llegue a mí y me libre del pecado y de la muerte? Acción trinitaria conjuntada, en la que intervienen el Padre, el Hijo y el Espíritu en plena sugestión de amor. Quizá esta palabra sea la que explique todo. Podía no habernos creado, pero quiso hacerlo por amor. Quiso que el amor se derramara fuera de sí en ese portento de belleza amorosa que es la creación. No pudo aguantarse sin ese derrame de amor en sus creaturas, y de manera especial en nosotros, creados a su imagen y semejanza, de modo que la creación entera fuese el primer regalo que Dios nos hizo. Mas ese derramamiento de amor se imponía una condición que solo el ser de amorosidad podría concebir. Buscaba en nosotros que acudiéramos a él en el jardín fastuoso que nos había preparado con libertad de amor. ¿No sabía que íbamos a fallar en este punto nodal de nuestra existencia? Precisamente porque contaba con ello, diseñó ese magma asombroso de nuestra redención que comenzó con el Sermón del Hijo en el seno virginal de María. Un Sermón, pues es la Palabra, pero una palabra infinitamente modulada por su claridad de amor, que buscando el sí en suprema libertad de María, se empeñaba, con un empeño que llega hasta la cruz, en arrancar con la suave suasión del enamoramiento en libertad nuestro propio sí. Como en el caso de María, también en el mío y en el tuyo, el cielo y la tierra, las creaturas todas, incluso, déjame que lo diga así, la Trinidad Santísima, tienen la paciencia asombrosa de esperar ardientemente nuestro sí. Un sí que acoge la salvación de amor con que nos inunda el Amor. Una Palabra, un Sermón que se articula en los pliegues cuajados de espesores de nuestra vida, entresacando de ellos esas líneas de actuación y de vida que convergen al punto atractor, la cruz de Cristo. No serían nuestras únicas líneas posibles de convergencia; podríamos dirigirnos, como hemos ido haciendo desde el principio, a esos puntos atractores cuyo vértice es mera cerrazón, y no apertura al Abismo de amor del Dios trinitario. Pero el Sermón del Hijo es cuidadoso y convincente, atrayéndonos al seguimiento de Jesús, para dejarnos al pie del Misterio de la cruz. Síguenos mostrando tu misericordia, Señor. No estés siempre enojado con nosotros. Restáuranos en la libertad de tu amor. Hermosura del profeta: el Señor volverá a compadecerse de nosotros, aunque pudiera parecer una insensatez sin sentido. Pues tiene un sentido de amor, para restaurar la naturaleza de nuestro ser de amorosidad.

¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Porque, con él, la carnalidad no es étnica, incluso aunque fuéramos hijos de María, sino libertad carnal en el seguimiento del amor, como fue en ella. Cumplir la voluntad del Padre, tal cosa se nos pide. Y la cumplimos en nuestra carne de seguimiento amoroso, cuando nos hacemos sus hermanos y hermanas y madres y padres. Seguimiento en libertad. Esto es esencial. Aunque nuestra libertad sea renqueante y venga llena de gritos y ayes, hasta que se va configurando en Cristo, por él y con él, abriendo lugar en nosotros a que el Espíritu rece en nuestro interior gritando: Abba, Padre.

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid