San Juan 19, 25-27: La Madre 
Autor: Arquidiócesis  de Madrid

Hoy no voy a poner ejemplo de comienzo. Basta con mirar al a Virgen al pie de la Cruz. Ayer contemplábamos la cruz y, a su lado siempre, la Virgen, en pie. Dolorosa, triste, rota, llena de dolor y de serena esperanza.

Triste pues va a recibir en sus brazos el cuerpo maltratado de su Hijo. Cuántas veces lavaría con cuidado ese cuerpo cuando era sólo un bebé, curaría sus heridas de sus juegos infantiles y le había visto crecer en edad y sabiduría. Y ahora ese cuerpo, llagado por nuestros pecados descansa inerte en sus brazos. Dolor que traspasa su alma, no hay dolor como su dolor, pues el amor intensifica la ruptura física de la muerte.

Triste, pues en cada herida de su Hijo descubre la huella de nuestros pecados, a los que acaba de admitir como hijos. Tanta rebeldía, tanto odio, tanto olvido de Aquel que nos rescató de las tinieblas y la muerte. Desde las heridas de la corona de espinas en la cabeza hasta las heridas de sus pies atravesados en el leño, no queda parte ilesa en su cuerpo. Son las huellas de la rebeldía de los hijos contra su Padre. Y como Madre nos acoge a todos, sin tener en cuenta el daño que le estamos haciendo. Nos muestra en sus brazos el cuerpo de su Hijo y sólo nos pide que tratemos con el mismo amor cada vez que recibimos el Cuerpo de su Hijo en a Eucaristía.

Virgen de los Dolores que miras al cielo en una súplica muda al Padre de eterno, sabiendo que su súplica es escuchada. Atronarían en su alma los consuelos del Espíritu Santo, que nosotros tantas veces rechazamos buscando nuestro propio consuelo. Virgen de los dolores, Virgen de la Esperanza. El corazón abierto de Cristo abre el corazón de María y el amor más grande que ha habido en la tierra se convierte en amor infinito, reflejo perfecto del amor de su Hijo.

Virgen de los Dolores que has subido hasta el Calvario como si subieras al monte de las Bienaventuranzas y has visto las maravillas de Dios.

Hoy es bastante con quedarnos aquí, a tu lado, contigo y no querer dejarte nunca.

Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna.

Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.»

Mirar hoy la cruz es mirar la Vida. Encontrarse con las consecuencias de los pecados propios y de los hombres es encontrarse con Dios que ha superado todo eso en virtud de la entrega de su Hijo. Encontrarse con el pecado de frente es encontrarse con un perdedor, con alguien que ha sido vencido, cuyo veneno es incapaz de hacernos daño si dejamos que nos atraiga la cruz salvadora.

Nosotros podríamos haber pensado como signo de salvación una margarita, o una chocolatina. La cruz de Cristo nos muestra la verdadera cara del pecado, su resurrección nos muestra su derrota. No hubiéramos diseñado una “hoja de ruta” mejor.

Por eso, aunque te encuentres desanimado, aturdido, desconcertado y abatido. Aunque te parezca que el pecado se ha instalado en tu vida y no puedes salir de él, aunque las consecuencias del pecado -incluso de otros-, te haya llevado a la pobreza, a la marginación, a la tristeza… Mira a Cristo en la cruz y repítete por dentro: El pecado ha sido vencido, abrázate a Cristo en la cruz y serás un hombre nuevo.

Al pie de la cruz estaba María. En el futuro templo vamos a poner un descendimiento, la Madre está a punto de recibir el cuerpo sin vida de su Hijo en los brazos. Los que creían que entregaban muerte estaban entregando Vida. Si estamos con ella mirando a Jesús oiremos en nuestra alma: “Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mi.”

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid