San Juan 18,33b-37. Vi venir en las nubes del cielo como un hijo de hombre
Autor: Arquidiócesis  de Madrid

Dan 7,13-14; Sal 92; Ap 1.5-8; Ju 18,33b-37

Llegamos al final de año litúrgico. Se acerca el final de los días. El Señor reina vestido de poder. A quien vimos colgado en la cruz, vemos viniendo a nosotros en la gloria de su majestad, primogénito de entre los muertos, príncipe de los reyes de la tierra. Alfa y Omega de nuestra vida y del universo entero. Su trono, a la derecha del Padre, está firme desde siempre y para siempre, y desde él viene a nosotros para juzgar a vivos y muertos. Juicio de misericordia, porque no olvida su muerte en la cruz y su descenso a los infiernos, haciendo de nuestra vida pura atracción, siempre suave y tierna, hacia el camino de la cruz, por el cual, ahora, viene en todo su esplendor. Con que, ¿tú eres rey?, le pregunta Pilato. Tú lo dices: soy rey. Mirad: él viene en las nubes. Todo ojo lo verá, también los que lo atravesamos. Porque, ¿cómo lo íbamos a olvidar?, nosotros lo colgamos del madero santo. Por y para, juego sutil en el que se nos da la salvación. Murió por nosotros y para nosotros. Por nuestros pecados y para nuestra justificación. Aceptó obediente el camino de la cruz —Dios mío, Dios mío, por qué me has desamparado, gritó con el salmo de esperanza—, y ahora viene resplandeciente en el camino de su gloria, gloria del Padre y del Hijo y del Espíritu, camino de nuestra salvación.

Nunca nos ha dejado. Siempre ha habido una ‘vía sacra’ —así denominaban los franceses en la Primera Guerra Mundial al largo y estrecho camino por el que llegaron siempre los pertrechos a la enorme bolsa del ejército de Verdún, el cual nunca cayó en manos de los ejércitos alemanes, poco más que de milagro— por la que su gracia llega hasta nosotros, sin nunca desfallecer. Nunca se ha cortado esa vía para dejarnos en la soledad del silencio ante el pecado y la muerte. Todo el avituallamiento nos viene por esa vía, la cual jamás se cierra para nosotros. La vía de la gracia, por donde llega hasta nosotros la justificación con que Dios regala nuestra fe. Poca cosa, pequeña y frágil, pero que era la vía sacra por lo que nos alcanzan los pertrechos necesarios para la batalla. Y ahora vemos asombrados cómo esa vía es la de la gloria, aquella por la que viene quien es Alfa y Omega.

Soy rey, como tú lo dices. Rey en la cruz. Siempre ha habido una línea joánica que representaba en sus pinturas a Jesús crucificado, no como el sufriente, con las gotas de sangre secas en su cuerpo desnudo, retorcido, como lo hacía Matthias Grünewald, sino vestido con albor de transfiguración, resplandeciente de gloria, viniendo ya sobre las nubes del cielo.

Venga tu reino. Reino de Dios y reino de pecado no pueden coexistir. Si queremos que Dios reine en nosotros, procuremos que, con la ayuda de la gracia, el pecado nunca nos domine. De este modo, nuestro interior será como un paraíso espiritual por el que Dios se solazará en sus paseos. Debemos revestirnos de santidad y de incorruptibilidad, pues la muerte, por la cruz de Cristo, puede ser reducida a la nada, y nuestro ser mortal se revestirá de la inmortalidad de Dios. Reinando sobre nosotros, comenzaremos ya a disfrutar de los bienes del nuevo nacimiento y de la resurrección. (Orígenes, en Magnificat). Alcanzando así nuestro ser en plenitud con que nos reviste quien es el ser en completud.

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid