San Juan 13,21-33.36-38: Mi salario lo tenía mi Dios
Autor: Arquidiócesis  de Madrid


Is 49,1-6; Sal 70 ;Ju 13,21-33.36-38

Es poco que sea su siervo, que el Señor le llamara ya en el vientre materno, que restableciera, reuniéndolas, a las tribus de Jacob, puesto que es más, luz de las naciones, para que la salvación de Dios alcance hasta el confín de la tierra. Porque él, Jesús, es nuestro salvador. Él nos redime de nuestros pecados y faltas; toma sobre sí nuestra debilidades, las tuyas y las mías. Misterio de su carne, en todo igual a la mía, excepto en el pecado. En esta Semana Santa he de ver cómo se realiza en nosotros, en ti y en mí, la salvación de la muerte y el perdón de los pecados. Un nosotros que, según lo anunciado, significa, los muchos, es decir, todos. Porque su muerte expiatoria no es para unos pocos, los más cercanos, los mejores: murió por los pecados de todos, de los todos. En él podemos poner nuestra esperanza. Siendo obediente al Padre, nos libró.

¿Cómo consintió el Padre Dios que nuestra salvación pasara por la muerte en cruz del Hijo?, ¿no se le conmovieron las entrañas hasta las profundidades más infinitas de su ser?, ¿acaso no hubo en él, en ese momento, un rechazo del Misterio de la encarnación?, ¿podía ocurrir que, enviando a su Hijo, por medio del Espíritu, al seno virginal de María, no supiera que la cruz sangrante estaba en el camino de Jesús? ¿Se arriesgó Dios a que eso aconteciera, a que el camino de nuestra salvación pasara por el madero?, ¿cómo tuvo ese atrevimiento tan desgarrador? Obediente al Padre fue llevado a la crucifixión, como manso cordero a la matanza. ¿Cómo se puede entender un Misterio de amor tan grande? Amor a nosotros. ¿Nos lo merecíamos? En la plena libertad del engaño, nos dejamos seducir; perdimos la claridad de nuestra imagen y semejanza cuando, insensatos de nosotros, quisimos ser como dioses. ¿Se rompía así la cadena de amor con la que Dios creó el mundo y, en el sexto día, tras el Hagamos plural, nos creó a nosotros en parecido con él, pues poseedores del logos, de la palabra, del sermón, del verbo y con un rostro que mira, contempla con mirada de amor? ¿Terminaba la creación, pues, en estrepitoso fracaso?, ¿quién hizo que apareciera el mal en nuestros corazones y en nuestros actos, cuando queremos ser como dioses? ¡Qué decepción! Todo lo hizo bueno, todo lo creado en esos seis días, incluidos nosotros, pero, ¡horror!, nosotros con nuestra elección voluntaria lo desbaratamos todo. Y Dios Padre buscó desde ese momento el cómo redimirnos y conducirnos a nuestro ser primero. Desde el mismo comienzo, pues, se da la obra de salvación de Dios, la elección de un pueblo, el pueblo de la Alianza, el presentir que llegará un momento, el momento de la cruz, en el que todo será restablecido en su ser primero. En Cristo Jesús, clavado en la cruz, adquirimos de nuevo, en novedad absoluta, aquella imagen y semejanza que perdimos en los comienzos, porque en él, en suave suasión atractiva, se nos ofrece nuestro ser en plenitud. Arrebatados con él en la cruz, bautizados en su muerte, recibimos el pan glorioso y el cáliz de salvación de su cuerpo y de su sangre; clavados en ella nosotros también, llegará un día en que, resucitados con él, iremos con él al seno del Padre.

Pero, cuidado, porque espanta ver cómo, con un realismo atroz, la liturgia nos vuelve a poner delante la figura de Judas Iscariote. Señor, ¿hay alguien que te entrega?, ¿dime quién es?, ¿acaso soy yo?
Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid