San Lucas 4,16-21: Misa crismal. El sacerdocio de Cristo
Autor: Arquidiócesis  de Madrid


Is 61, 1-3a.6a.8b-9; Sal 88; Ap 1,5-8; Lc 4,16-21

Esta es una misa muy especial. No convoca a los fieles, sino a los sacerdotes de una diócesis, en la catedral. El prefacio, haciéndonos ver el lugar que ocupan quienes se reúnen en torno a su obispo, busca que nos adentremos de un modo tangible en el Misterio de la Trinidad. El Padre, del que todo procede, por la unción del Espíritu constituye al Hijo Pontífice de la Alianza nueva y eterna, y determina, en su designio salvífico, perpetuar en la Iglesia su único sacerdocio; sacerdocio nuevo según el orden de Melquisedec, no según el de la carne de los hijos de Aarón. Pues bien, habiendo conferido el honor de ese sacerdocio real a todo el pueblo santo, elige dentro de él a hombres para que, por la imposición de las manos, participen de su sagrada misión. En el nombre de Cristo, haciendo que sus palabras sean las del mismo Cristo, renuevan el sacrificio de la redención; preparan a todos para el banquete pascual; presiden al pueblo de Dios santo en el amor; lo alimentan con su palabra y lo fortalecen con los sacramentos. Los sacerdotes del Señor, por tanto, al entregar su vida por él y por la salvación de sus hermanos, van configurándose a Cristo, y han de darle así testimonio constante de fidelidad y amor.

Este día, los sacerdotes que rodean a su obispo, renuevan las promesas que hicieron en su ordenación. El evangelio de Lucas que hoy leemos es asombroso, pues, refiriéndose indudablemente a Jesús: Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír, todos le miraban con los ojos fijos en él, de idéntica manera en la celebración todo el pueblo tiene los ojos fijos en el sacerdote que ocupa el lugar de Cristo; que pronuncia sus palabras haciéndolas suyas; que dice este es mi cuerpo, y no proclama ante todos este es su cuerpo. El sacerdote, así, transparenta en su propia carne, en sus palabras, en sus acciones, en sus gestos, al mismo Salvador. El Espíritu del Señor está sobre mí., porque él me ha ungido. Por eso en esta Misa crismal —palabra que viene de crisma, es decir, Cristo— todo se va a hacer ahora, sacramentalmente, en torno a los óleos, los mismos que crismaron al obispo y a los sacerdotes en su ordenación, los que crismarán a los catecúmenos que van a ser bautizados, a los que por la unción del crisma en la frente recibirán los dones del Espíritu y, también, a los que están en el momento de la muerte, para que sientan en su cuerpo y en su alma la divina protección. Toda la vida del cristiano es sacramental: palabra, imposición de manos y crismación por el óleo bendecido en este día.

En la misa crismal se nos hace presente de manera luminosa la realidad sacramental de la Iglesia, pues por medio de ella se realiza en nosotros la obra de la salvación. En el sacramento del crisma el Señor nos concede el tesoro de su gracia, haciendo que sus hijos, renacidos por el agua bautismal, reciban la fortaleza en la unción del Espíritu Santo y, hechos a imagen de Cristo, su Hijo, participemos de su misión profética, sacerdotal y real. Y hoy, en este sacramento del crisma, queda en claridad suprema el lugar de quienes, en él, ocupan el lugar del mismo Cristo.

Los sofocos de la preparación del Triduo Santo suelen hacer que la Misa crismal ceda su lugar litúrgico, la mañana del Jueves Santo, al martes o al miércoles.
Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid