San Lucas 24,35-48: Dios lo resucitó de entre los muertos
Autor: Arquidiócesis  de Madrid


Hch 3,11-26; Sal 8; Lc 24,35-48

Nosotros somos sus testigos. Testigos de la resurrección de Jesús porque mirándonos a nosotros es cuando el paralítico se encuentra con el Resucitado. Vosotros lo crucificasteis por ignorancia, pero quien cree en su nombre, su nombre le da vigor. ¿Cómo creer en su nombre? Al paralítico no lo hemos hecho andar con nuestro propio poder y virtud, para que tengáis fe en Jesús, el Mesías, al que, tras la muerte en cruz, Dios resucitó, y que se queda en el cielo hasta la restauración universal que Dios anunció en su designio, por el que se nos da su presencia a nosotros, los testigos del Resucitado. ¡Qué admirable tu nombre en toda la tierra! ¿Cómo es posible que, así, te acuerdes de nosotros; que se nos de el poder de tu presencia? Porque Dios resucitó a su siervo y, ¡cosa inaudita!, es a nosotros a quienes envía para traer la bendición a todos y apartarles de sus pecados. Su muerte es redentora no solo para nosotros, sino, por la presencia de nuestro medio, para todos.

Paz a vosotros. Los de Emaús, vueltos corriendo a Jerusalén junto a los discípulos, cuentan cómo habían reconocido a Jesús en el partir el pan. Y es entonces cuando se presenta en medio de ellos, diciéndoles esas palabras asombrosas. Pero, ¡ay!, creemos ver un fantasma, nos alarmamos, tenemos dudas. Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme. Tengo carne y huesos. Nos muestra entonces sus heridas de la cruz. No acabamos de creer, la resurrección es demasiado; el caminar junto a él, el sufrimiento de la cruz, la tumba, bien está, eso sí, pero, ahora, tras saberlo muerto, bien muerto, ¿verle junto a nosotros, en medio de nosotros, viviente, resucitado, por más que los signos de su vida y de su crucifixión queden patentes ante nosotros, marcando para siempre su carne? Porque el Viviente llevará consigo para siempre los instrumentos de su condena y de su muerte, el madero ensangrentado, las señales de su cuerpo Nos quedamos atónitos; no terminamos de creer por la alegría. Maravilla es que sea la alegría la que no nos deje ver la realidad en la que creemos. Pero Jesús resucitado, para convencernos en su completud, nos pregunta si tenemos algo para darle de comer. Jesús, el Viviente, ahora, es el mismo con el que antes caminamos, el que nos dijo que bajáramos de la higuera, el que nos llamó cuando estábamos sentados en el telonio cobrando los impuestos, aquel que, delante de todos, perdonó nuestros pecados y nos dio de beber de su agua. Nos lo decía, pero nosotros parecíamos nada entender: que todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de él tenia que cumplirse; que el cumplimiento es esencial. Y, ahora, nos abre el entendimiento para comprender las Escrituras; es ahora, pues, cuando comprendemos el designio de Dios. Estaba escrito. Misteriosas palabras, que nos dejan confusos. ¿será que todo es un espectáculo teatral, en el que nos cabe solo la posibilidad de ser los actores de algo escrito de antemano? No, no, no. Somos libes en el pecado, y por tanto en la muerte eterna, pues el engañador nos engañó ya en nuestros primeros padres y a nosotros con ellos. Y somos libres en la fe y en el seguimiento. Pero, en la fuerza de su designio, el Señor resucitado, por el soplo de su Espíritu, se pone en medio de nosotros, en su Iglesia, para que le palpemos. Para que atinjamos a Dios en suave tocamiento.
Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid