San Lucas 16,19-31:
Los invisibles

Autor: Arquidiócesis  de Madrid  



Jeremías 17,5-10, Sal 1, 1-2. 3. 4 y 6, San Lucas 16,19-31

Una amiga me ha enviado un texto que trata sobre los invisibles. En un momento dado dice: “Los invisibles son todos esos seres que deambulan por nuestras ciudades, en el metro, en las cajas de los parkings, en los semáforos, en las puertas de las iglesias, en todos aquellos lugares mas transitados. Nos cruzamos con ellos y sólo constituyen parte del mobiliario urbano, no los vemos, no los reconocemos, parece que no tengan vida, que sean simples objetos, son realmente invisibles a nuestros ojos y sufren nuestra más terrible indiferencia, nuestro rechazo a su dignidad de seres humanos y nuestra falta de reconocimiento como hijos de Dios.” Lázaro, el que aparece en la parábola de hoy debía pertenecer a ese grupo. Por eso el rico, conocido con el nombre de Epulón (que deriva de un verbo griego que significa banquetear), no lo veía. De hecho, es sintomático que, una vez en el infierno, se nos diga de aquel hombre que “levantando los ojos, vio de lejos a Abrahán y a Lázaro en su seno”. Empezó a ver cuando ya no se podía hacer nada.

¿Qué impedía a aquel rico ver? Sin duda no le fallaba la vista ni nada se interponía entre él y el desgraciado echado en su portal. Simplemente no lo miraba porque no quería verlo. Y, como dice el refrán, no hay peor ciego que quien no quiere ver. Teniendo en cuenta que el cielo consiste en ver a Dios cara a cara no es extraño que quienes no quieren ver al necesitado acaben en el infierno una de cuyas características son las tinieblas.

Seguramente mucha gente se santifica, como hizo Lázaro, aceptando su situación de pobreza y sufrimiento. Pero no podemos dudar de que los pobres también existen para que nosotros estemos atentos a sus necesidades y los miremos con os ojos de Dios. Lázaro acabó en el seno de Abrahán, que es una manera de indicar su bienaventuranza. Sería triste que sólo os viéramos allí al final de nuestra vida cuando ya no es posible hacer nada. Ciertamente, después de nuestra muerte, nos quedará claro el destino que hemos dado a nuestra vida. Ahora ya podemos empezar a intuirlo si afrontamos el día a día desde una visión de eternidad.

La parábola de hoy nos invita a tener en cuenta a las personas necesitadas que tenemos cerca. Jesús también nos indica que Epulón estaba muy centrado en sí mismo. Podríamos pensar que nosotros no somos como él, porque ni banqueteamos ininterrumpidamente ni vestimos costosos trajes. Lo que la parábola indica es a importancia de estar atento a quien reclama nuestra ayuda, aunque no hable. El hecho de que la situación aparezca exagerada en el texto no debe llevarnos a relativizarla. Hay una cosa clara: con un poco de caridad Epulón habría salvado la pequeña distancia que los separaba del menesteroso. Al no actuar de esa manera agrandó la distancia entre él y la felicidad eterna. Aquella distancia, como señala Abrahám, no puede recorrerse, hay un abismo que separa a Epulón de a felicidad: su dureza de corazón.

Virgen María, enséñanos a reconocer a Jesucristo en los pobres y necesitados y ayúdanos a vencer nuestro egoísmo para que sepamos extender nuestra mano a todo el que la necesite.

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid