San Juan 8, 21-30:
¡Que se nos vayan los ojos!

Autor: Arquidiócesis  de Madrid  

 

Números 21, 4-9, Sal 101,2-3. 16-18. 19-21, San Juan 8, 21-30

“Cuando levantéis al Hijo del Hombre, sabréis que yo soy”. En dos ocasiones, ambas en el evangelio de Juan, hace referencia Jesús a su crucifixión como un “ser levantado”, como una penosísima ascensión que le colocaría en lo alto, marcando así el Amor, entre Él y los hombres, la distancia justa que permitiera entablar un diálogo de salvación. Pero, con toda seguridad, los soldados que alzaron sobre la tierra aquella Cruz que llevaba prendido al Salvador del mundo, no tenían la más remota idea de lo que estaban haciendo; no sabían, no, hasta dónde elevaban a su moribundo reo; porque, de haberlo sabido, no hubiera habido brazos en toda la tierra capaces de elevar tan alto a un ser humano.

Se levanta el hombre sobre la tierra para poder mirar a lo lejos. El centinela se sitúa en su puesto de guardia, elevado sobre el campamento, para divisar el horizonte y abarcar con su mirada los campos y montañas. Y Jesús de Nazareth, encaramado a lo alto de la Cruz, sintió cómo había sido alzado, no ya sobre la tierra, sino sobre la Historia entera de los hombres. Desde lo alto de su torre de vigía, los ojos del Divino Centinela de la aurora contemplaron una panorámica estremecedora: desde Adán hasta el último de los hombres que pueble este mundo, todos eran vistos desde allí. Los ojos de Cristo se clavaban en cada alma, como si ninguna otra centrara su atención. Y, desde allí arriba, esas pupilas inocentes fueron atravesadas por cada uno de los pecados que los hombres hemos cometido como por un cuchillo que abría la puerta de las lágrimas. Cada vez que pequé, aquellos ojos ensangrentados me miraban desde el Leño, y también me miran ahora, en silencio, esperando un consuelo que nunca llega. Sí; desde lo alto de la Cruz, Jesús me ve. Me ve siempre, siempre… y me mira.

Pero se levanta también un hombre para ser visto, como se levanta el actor de teatro sobre las gradas del escenario, o el pastor sobre la colina para convocar a las ovejas. Y quiso ser alzado Jesús de Nazareth sobre un Leño de muerte y de Vida, para que tú y yo no tengamos más que levantar los ojos y toparnos con Él. Como aquella serpiente de bronce que levantó Moisés, el Hijo de Dios ha sido levantado para poder ser contemplado por todos los hombres de todas las épocas, donde quiera que estén. Sé que cada vez que mis ojos se clavan en un Crucifijo, no detiene la mirada la madera, sino que es atravesada hasta encontrarse con otros ojos, que siempre están abiertos aunque se cerraron. Y sé, que entonces, yo le miro y Él me mira, y así quedo sano y me sé amado como nunca. No; con los crucifijos, como con las imágenes de la Virgen María, no hay que guardar la vista; hay que dejar que se nos vayan los ojos; hay que hartarse de mirar hasta que el alma repose… y entienda.

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid