San Mateo 7, 1-5:
Ponerse en marcha

Autor: Arquidiócesis  de Madrid  

 

 

Gén 12, 1-9; Sal 32; Mt 7, 1-5

Se acercan las vacaciones para muchos, los estudiantes más pequeños ya las han comenzado. Parece que en el tiempo de vacaciones tendríamos que hablar de descanso, de paz, de tranquilidad, pero es la época en la que más kilómetros se hacen en el coche, en la que se genera mas estrés de ese y, como decíamos el otro día, la gente más se agobia. En estos pocos días que estoy fuera de mi parroquia he tenido que hacer más kilómetros que un tonto, a pesar de estar de vacaciones he tenido que bajar un par de días a Madrid. He tenido la suerte de ver los atascos “desde el carril contrario,” pero a los pobres sufridores al volante se les veía una cara de enfado que asustaba. Los conductores, de los que hay muchos y buenos, tendemos a fijarnos en los defectos de los demás: “Ese va despacio,” “el otro va como un loco,” “Ese pesado nunca adelanta,” “el de más allá no pone los intermitentes.” Nos fijamos en todos, hasta que nos pasamos la salida que teníamos que tomar. Siempre me ha causado admiración la curiosidad de los conductores que, para fijarse bien en las consecuencias de un accidente, provocan retenciones kilométricas en el sentido contrario del que está cortada la vía. Y es que no se puede circular bien si estás pendiente de todo, menos de tu forma de conducir.
“En aquellos días, el Señor dijo a Abrán: -«Sal de tu tierra y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré. Haré de ti un gran pueblo, te bendeciré, haré famoso tu nombre, y será una bendición. Bendeciré a los que te bendigan, maldeciré a los que te maldigan. Con tu nombre se bendecirán todas las familias del mundo.» Abrán marchó, como le había dicho el Señor, y con él marchó Lot. Abran tenia setenta y cinco años cuando salió de Harán.” Ya no era un niño Abrán, pero no pone obstáculos a la petición de Dios. No se dedica a mirar las dificultades del camino, no pide a Dios que busque a uno más joven. Abrán se fía de Dios y, si se lo ha pedido a él, sus razones tendrá Dios para hacerlo. En cualquier circunstancia de la vida, pero especialmente en la vida espiritual, para iniciar un camino no hay que estar mirando alrededor, sino al camino que vamos a emprender. El famoso verso de Machado: “Al andar se hace camino,” lo que es seguro es que no avanzamos nada si nos quedamos contemplando el entorno.

“No juzguéis y no os juzgarán; porque os van a juzgar como juzguéis vosotros, y la medida que uséis, la usarán con vosotros. ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo?” A veces hacemos a Dios tan pequeño que creemos que trabaja en serie. En vez de pensar que Dios tiene un plan único e irrepetible sobre cada persona, queremos que nos dé los mismos dones y gracias que a otros. Es el peligro de las comparaciones. Quisiéramos tener la castidad de San Pelayo, la pobreza de San Francisco y el don de bilocación como el Padre Pío. O, más triste aún, no nos comparamos con los santos canonizados, sino con quien nos rodea, del que seguramente no sepamos sus luchas, sus fracasos y sus pequeños éxitos, pero al que tenemos cierta envidia. Seguramente el admira en nosotros cosas que ni pensamos, pero nunca nos lo dice. Y como creemos que no podemos llegar a nivel de piedad o virtud del otro, como mecanismo de defensa, nace la crítica, la murmuración y el juicio. Es una lástima, pero creo que es por esto por lo que se dan tantos chismorreos de sacristía, murmuraciones de conventos y da tanto repelús el ambiente clericalizado.

Dejémonos de tonterías. Dios te quiere a ti, con un plan distinto sobre tu vida del de tu vecino. A ti te dará unas gracias concretas, y otras al otro. Pero tu felicidad sólo la conseguirás si vives en tu vida lo que Dios quiere para ti. A Dios no le vamos a engañas queriendo ser otro, Dios nos quiere a cada uno. Si el día del juicio le presentamos una bandeja a Dios con todas las gracias que creemos que no nos ha dado para ser lo que nosotros queríamos, el nos presentará un tráiler con las gracias que nos dio (y desaprovechamos), para ser lo que Él quería de nosotros.

La Virgen María no quiso ser San Pedro, ni San Juan, ni Isabel. Lo que Dios quería lo hizo, y tuvo toda la ayuda de la gracia de Dios para hacerlo. Pidámosle a ella que nos dejemos de criticar y comencemos a ponerse en marcha.

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid