San Mateo 6, 1-6.16-18:
Frente a lo efímero

Autor: Arquidiócesis  de Madrid  

 

 

Hace unos meses el Arzobispo de Pamplona, Monseñor Fernando Sebastián nos dio una lección de vida. Para desagraviar unas ofensas hechas a Dios salió en procesión por las calles de la ciudad. Precedido por una imagen de Cristo crucificado el prelado recorrió el camino descalzo. A los que participaban de la procesión no pasó desapercibido ese gesto que elocuentemente mostraba la gravedad de la blasfemia y lo importante que es tomarse la penitencia en serio.

Hoy la Iglesia empieza el tiempo cuaresmal. Con un signo sencillo, la imposición de la ceniza sobre nuestras cabezas, nos recuerda nuestra pequeñez y nos invita a la conversión. ¿Hasta qué punto nos la tomamos verdaderamente en serio? Nuestra cultura tiende a desdramatizar lo importante. Se prefiere lo superficial y efímero que no deja huellas duraderas en nosotros. Las hemerotecas guardarán la memoria, o quizás nuestros potentes ordenadores y agendas electrónicas. Pero la superficialidad no le basta al alma, que sigue sintiendo la necesidad de ser mejor y oye la llamada de lo eterno. Nos cuesta afrontar con seriedad esa llamada y, por eso, Dios y la Iglesia vienen en nuestra ayuda recordándonos la importancia de la conversión.

Decía santo Tomás que un acto intenso vale más que cien remisos. Es decir, que la intensidad con la que se hacen las cosas incide en la huella que queda en el alma. Hace poco se bautizó una muchacha de dieciocho años. Unas semanas antes me dijo que iba a cortarse su hermoso pelo. Le pregunté porqué lo hacía. Y me dijo que era un sacrificio que ofrecía por el paso que iba a dar. Era consciente de que sólo comprometiéndose a fondo en ello lo viviría en plenitud.
Tradicionalmente en Cuaresma se nos invita al ayuno, a intensificar la oración y a ser más generosos en la limosna. Jesús, en el Evangelio de hoy nos llama la atención sobre el verdadero carácter de estos actos. Al pedir la discreción nos invita a vivir con mayor intensidad. No nos dispensa de la penitencia, sino que ahonda en su verdadero sentido. No es esta algo que hacemos para ser bien vistos u obtener una recompensa. Es una exigencia de nuestro ser. El deseo de felicidad y el amor a Dios nos impulsan a ese ejercicio ascético.

Suele suceder que solo los que se toman en serio la llamada de la Iglesia acaban percibiendo su belleza escondida. Podemos pensar que las indicaciones, por otra parte reducidas a la mínima expresión, son prescindibles. ¿Cómo nos equivocamos? Es a partir de la adhesión interna a la norma de la Iglesia que empezamos a comprender la necesidad de ser salvados. Además, como percibimos que solos no somos capaces de dar esos pasos hemos de reconocer nuestra indigencia y pedirle a Dios que nos ayude a llevar a término lo que más necesitamos. El motor de todas las prácticas cuaresmales es el deseo de volvernos hacia Dios para poder contemplarlo tal como es. Sin el trabajo por mantener viva su presencia podemos caer presos de nuestra imaginación y, como nos alerta san Pablo, “echar en saco roto la gracia de Dios”.

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid