San Juan 8, 31-42:
Mis buenos amigos sacerdotes

Autor: Arquidiócesis  de Madrid    

 

Daniel 3, 14-20. 91-92. 95; Dn 3, 52. 53. 54. 55. 56; san Juan 8, 31-42

El otro día tuve la oportunidad de ser invitado por Pepe, amigo sacerdote, a dar unos ejercicios espirituales en su parroquia. Debo de confesar que me apetecía un “montón” el poder ejercer mi sacerdocio de esta manera. También son muchas las conversaciones que mantengo con Alfonso, Fernando, Nacho…, sacerdotes también como yo, y donde uno de nuestros “monotemas” es el de cómo debe ser nuestra labor como “curas”. Como podéis imaginar, desde una perspectiva humana, cada uno tiene su carácter, sus propias manías y su manera de ser. Sin embargo, hay algo verdaderamente hermoso que nos une, y que se escapa a ese orden natural, para adentrarse en un terreno donde se saborean las cosas de Dios. Se trata de ver, por ejemplo, cómo poder ayudar a determinada persona (siempre sin revelar de quién se trata, pues algo verdaderamente importante del sacerdocio es la confidencialidad que se exige en el trato con las almas), cómo responder ante determinadas inquietudes de la juventud, o la forma de predicar o visitar enfermos, etc. Lo maravilloso de todo esto, sin embargo, es la sintonía en lo esencial, es decir, la necesidad imperiosa de responder con fidelidad a la vocación que hemos recibido. Cristo, de esta manera, no es un ideal abstracto, sino que lo concretamos y palpamos (e incluso lo “masticamos”) en la celebración de la Santa Misa, a la hora de administrar el sacramento de la reconciliación, o en la dirección espiritual… Y en más de una ocasión se nos escapa: “¡Qué gozada ser sacerdote!”.

Pero todo esto venía a cuento de los ejercicios dados a unas cuantas buenas personas en la parroquia de Pepe. Y el recordarlo ha sido como consecuencia de la lectura de hoy del profeta Daniel. Al comienzo del texto, aparecen las palabras del rey Nabucodonosor que, bajo amenazas de muerte, llega a conminar a Sidrac, Misac y Abdénago: “¿Qué dios os librará de mis manos?”. No se trata ahora de analizar los resultados de las charlas dadas, o la gente que se hubiera confesado, ni si hubo cualquier tipo de agradecimiento. Lo importante de todo esto, amigos míos, es que, en contra de Nabucodonosor, tenemos un Dios que no solamente nos libra, sino que nos ama hasta extremos insospechados. Quizás me deje llevar por el entusiasmo de las pocas ocasiones que tengo la posibilidad de ejercer ese sacerdocio que se denomina “cura de almas”, pero resulta algo tan estremecedor que, más allá de cualquier acto de fe, uno se siente impelido a dar gracias a Dios por lo patente de su obrar en las almas.

Y mi agradecimiento también a esos buenos sacerdotes, amigos míos, que con su conducta y ejemplo me presentan el rostro de Cristo ante mis propias “narices”, no como una figura ideal sin más, sino encarnado en sus propias vidas, que con su abnegación y labor escondida (y tantas veces injustamente considerada), saben encontrarse con ese Jesús del alma, desde que se levantan hasta que se acuestan, con el convencimiento de que podrían haber hecho las cosas mejor, pero que no se trata de lo bueno realizado, sino la manera en que han buscado ser instrumentos de Cristo. Son cosas que no se ven a los ojos de la gente, pero resultan de tan extraordinaria eficacia, que Dios sigue depositando en la manos y en los labios de estos sacerdotes las mismas acciones que su Hijo encomendó a sus apóstoles. Y es que la eficiencia de lo sobrenatural, no se escribe en diplomas ni en monolitos conmemorativos, sino que queda grabada a fuego en los corazones de aquellos que, oyendo las palabras de estos sacerdotes, reconocen las mismas palabras de Jesús.

En definitiva, el Evangelio de hoy también habla de esos mis buenos amigos sacerdotes que, a pesar de sus limitaciones y las dificultades que todos, de una manera u otra podamos tener (gracias a Dios, ¡somos tan humanos!), saben escuchar la recomendación del Señor, y luchan, cada día, para ponerla en práctica: “Si os mantenéis en mi palabra, seréis de verdad discípulos míos; conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres”.

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid