S
an Mateo 10, 28-33:
“¡Aquí esta la verdad!”

Autor: Arquidiócesis  de Madrid     

 

Ecclo 51, 1-8; Sal 30; Mt 10, 28-33

Iluminó con su grito aquella noche de junio de 1921, cercano ya el amanecer, y cerró el libro. Se hallaba en Bergzabern, en casa de los Conrad-Mathius. La tarde anterior había bajado a la biblioteca, y, Dios sabe por qué razón, sus dedos, tras recorrer los lomos de cada fila de volúmenes, habían ido a pararse en la “Vida de Santa Teresa de Jesús”… ¿Qué hacía un libro como ése en la casa de un matrimonio luterano? ¿Por qué no había esperado a que sus anfitriones volvieran a casa, en lugar de perderse en semejante maraña de estantes? Dios sabe… Subió a su habitación, y se dispuso leer antes de caer dormida. Sin embargo, tras la primera media hora, el sueño se había batido en retirada. En su lugar, el entusiasmo la poseía por completo. Cada línea, cada palabra parecían ser un torrente de luz. Cielo y Tierra se abrían ante sus ojos a través de aquellas páginas, del mismo modo que se divisa un paisaje nuevo y sobrecogedor a través de una ventana recién abierta. Edith quería mirar, quería saber, quería ser iluminada hasta saciarse, hasta reventar de luz. No cedió hasta que hubo devorado la última página, y, entonces, con aquel “¡Aquí está la verdad!”, cayó rendida; por vez primera en muchos años, descansó. Era católica.

Nacida en el seno de una familia hebrea, Edith Stein perdió la fe cuando alcanzó la juventud. Insaciable buscadora de la verdad, se sumergió en las aguas de la fenomenología, recientemente alumbradas por Husserl. La filosofía volvió a dirigir su mirada hacia Dios, pero las ideas no tienen la densidad necesaria para tumbar a nadie.

Hacía falta algo más “pesado” que una idea para revolucionar la vida. Al fallecer su profesor, Adolf Reinach, la viuda de éste la llamó a su casa. Acudió temblorosa. ¿Cómo consolar a nadie, cuando no tenía un solo argumento? Y, cuando llegó a la puerta esperando encontrar a un ser humano desmoronado por la angustia, topó de bruces con una mujer serena, que sufría con la mirada puesta en el cielo y una inexplicable paz. Edith quedó conmovida… ¿Acaso Husserl podía explicar esa alegría pacífica que parecía venir de otro mundo a infiltrarse en las venas del alma? Había que volver a leer; ahora tenía la realidad, pero necesitaba la idea, la doctrina, el maestro que la explicase.

Años después, por fin, las páginas de un libro la habían situado ante el foco luminoso más grande que jamás había visto: La Cruz. Teresa de Ávila se lo había explicado a la perfección: la Cruz, la Cruz, la Cruz… ¡Allí estaba todo! Edith Stein durmió en paz, aquella noche, abrazada a la Cruz, para no separarse jamás de Ella. Al año siguiente recibiría el Bautismo; ingresaría en el Carmelo poco después; apresada en 1942 por las SS y deportada a Auschwitz, moriría el 9 de agosto en la cámara de gas. Y, en brazos de María, convertida ya en Sor Teresa Benedicta de la Cruz, quien en aquella noche de junio fuera seducida por el Madero Santo, murió de un abrazo; un abrazo que duró veintiún años porque ella, Edith Stein, no sabía vivir, ni buscar, ni amar, ni morir de otra forma, sino así: apasionadamente.

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid