San Juan 12, 44-50:
Un obrero de la mies

Autor: Arquidiócesis  de Madrid     

 

Hechos de los apóstoles 12, 24-13, 5; Sal 66, 2-3. 5. 6 y 8 ; san Juan 12, 44-50

Hay que ver lo bien que hace las cosas la Iglesia. A veces algunos dicen que no, que da pocas a derechas, pero me temo que se equivocan. La Iglesia, la Esposa de Cristo, hace maravillosamente bien las cosas. Es cuestión de ser buen hijo y mirar con objetividad. La entrada a la capilla sixtina, el juramento de los cardenales, el marco incomparable de toda la hermosura renacentista, hecha de verdad estética, y la responsabilidad de unos hombres, sobrecogidos por el momento, y a la vez amparados por la fe. Todo lleno de esplendor y sencillez a un tiempo. Porque Dios es así.
Cuando el maestro de ceremonias, el arzobispo Marini, dijo el “extra omnes”, y aquellos 115 cardenales quedaron detrás de unas puertas imponentes, toda la cristiandad se quedó en un suspiro, y todo el mundo en una curiosidad expectante. La soledad de 115 hombres puede ser muy densa, sin ninguna posibilidad de mediatizar y ser mediatizados. Ya es paradoja en una sociedad de la comunicación. Pero está el Espíritu. Ese soplo del Espíritu que siempre está al quite y que, casi metafóricamente agita las casullas de los cardenales en la misa de funeral por el papa fallecido, y pasa las hojas de los evangelios, y sabe detenerlas luego cerrando el libro, como diciendo: la vida se ha cumplido, ahora se inicia la Vida, así con mayúscula. Aquellos 115 hombres, sin embargo, no estaban solos en su soledad. Con la promesa de ese Espíritu que sopla y hace arder, estaba la oración inmensa, incesante, de toda la Iglesia, que llenaba las estancias de toda el área del cónclave: desde los espacios de Santa Marta, hasta las vigorosas figuras de Miguel Ángel que iluminan la historia del hombre. Y allí los cardenales, esos hombres solos pero acompañados por la comunión de los santos de la oración de todos los bautizados, veían, han visto, a un hombre creado y redimido, un hombre juzgado, y arrebatado por la misericordia de un Dios que no sólo es Juez, un hombre que entonces, como ahora, necesitaba y necesita de Dios. Un hombre que necesita, más que nunca, luz, la luz de una verdad que sostenga, de una belleza que haga vibrar, de un bien que se descubra y llene el corazón, de una esperanza que ilumine el horizonte. Toda la Iglesia allí, con sentido de orfandad, y necesidad de tener a un Pastor y guía.
Un único contacto: el humo. Algo tan sencillo como lo negro y lo blanco. La tristeza o la alegría. Y en una tarde plomiza de abril, aunque al principio resultara un poco incierto (como a veces ocurre), el blanco se abrió paso. Y sonaron las campanas.
Nervios e incertidumbre. Pero puede más la alegría. Para un hijo de Dios, para un hijo de la Iglesia ¿qué más da quién sea el Papa? Lo importante es que el Papa sea. Las etiquetas que las pongan quienes siempre ponen etiquetas. Para un hijo de Dios, para un hijo de la Iglesia, el Papa es, como decía una santa llena de fortaleza, y defensora del Papado: “el dulce Cristo en la tierra”. Y con eso queda dicho todo.
¿Quién es el Papa? Quien lo tenía que anunciar, el cardenal Medina Estévez, quizá consciente de la expectación, nos ha mantenido un poco en la incertidumbre, hasta que no le ha quedado más remedio que decirlo: Joseph Ratzinger.
Y este alemán tímido ha salido detrás de la cruz procesional y nos ha regalado su sonrisa, levantando los brazos de una forma singular, distinta a Juan Pablo II, distinta a Juan Pablo I. ¿Podía ser de otra manera?
Un hombre sencillo, un hombre lleno de la sencillez de un niño, con una tierna devoción a Nuestra Madre la Virgen. Un intelectual de primer orden. Y un obrero de la mies, que ha sabido estar a la sombra de Juan Pablo II. Ya es categoría humana e intelectual, cuando él también se ha codeado con filósofos y teólogos de primer orden.
¡Cuántas cosas se dirán de él! Pero hay una que es la que ha de quedar en lo más íntimo de nuestras almas: los cardenales, que estando solos estaban acompañados de toda la oración de los hijos de la Iglesia, escribieron un nombre en la papeleta que debían introducir en la urna, pero no pusieron un nombre cualquiera. Pusieron el nombre que el Espíritu les sugirió. Sí ese mismo Espíritu que hace que el viento sople impetuoso, y arda el corazón de mucha gente. El mismo Espíritu al que invocaron los cardenales antes de pasar al cónclave. El mismo Espíritu que llenó de fortaleza a los apóstoles cuando permanecían también solos, y encerrados, con María, en el Cenáculo.
El Espíritu ahora a nosotros nos está diciendo: “No tengáis miedo, tenéis un nuevo Pastor, según mi corazón”. ¡Qué hermoso es recordar las palabras que hoy leemos en el Evangelio, quizá las saboree hoy también nuestro nuevo Papa, Benedicto XVI: “Porque yo no he hablado por cuenta mía; el Padre que me envió es quien me ha ordenado lo que he de decir y cómo he de hablar. Y sé que su mandato es vida eterna. Por tanto, lo que yo hablo lo hablo como me ha encargado el Padre”! Y todo, con María.

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid