San Mateo 18,21-35:
El amor sacerdotal de una Madre

Autor: Arquidiócesis  de Madrid   

 

Daniel 3, 25. 34-43; Sal 24, 4-5ab. 6 y 7bc. 8-9; san Mateo 18,21-35

Acabo de llegar del tanatorio donde reposa la madre de un amigo sacerdote. La muerte de un ser querido siempre es motivo de dolor, pero mayor contrariedad y sufrimiento resulta cuando se trata de la madre de un sacerdote. Cuando hablamos de amor, su gran referente es el de una madre que, sin ambicionar absolutamente nada, sólo entiende de entrega y donación hacia el hijo. Y cuando ese hijo es sacerdote de Jesucristo, entonces lo humano que hay en el amor maternal queda traspasado por el fuego de la misericordia de Dios, dándole un sentido verdaderamente redentor… lo que sufre el hijo sacerdote, queda asumido por el dolor de la madre, aliviando cada herida que pudiera supurar en el corazón del que salió de sus entrañas. Esa madre entregó a Dios con generosidad lo más valioso que tenía: la vocación de un hijo.

Cuenta una leyenda bretona que un hombre se enamoró perdidamente de una mujer. Estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de conseguir el amor de aquella doncella. Aquella mujer era cruel y ambiciosa. Le pidió, al supuesto amante, que si realmente la quería conseguir, debería traerle en una bandeja el corazón ensangrentado de su madre. Aquel hombre, aturdido en un primer momento, se dejó llevar por la ceguera de la pasión y mató a su madre. Cuando iba al encuentro de su amada, corriendo por los bosques, tropezó en una piedra, cayó al suelo, y el corazón de su madre rodó por la hierba. La leyenda nos dice que de aquel corazón ensangrentado salió una voz: “¿Te has hecho daño, hijo mío?”.

Como el profeta Daniel de la lectura de hoy, le pedimos a Dios por la madre de este amigo sacerdote: “Trátala según tu piedad, según tu gran misericordia”. Un mundo que vive sólo de eficacia y bienestar, olvida con facilidad lo que es el amor verdadero. Todo lo que suponga renuncia, sufrimiento o dolor, hay que pasar por ello con la mayor de las indiferencias. Ayer premiaban con un “Oscar” a una película que abogaba en favor de la eutanasia. De esta manera, lo que suponga estorbo, incomodidad o falta de utilidad, hay que desecharlo… o matarlo. ¿Qué ocurre con esos ancianos, que fueron padres o madres, y que dieron su vida por esos hijos que ahora los desprecian, porque les resulta una rémora en su vorágine de supuesta prosperidad? Para Dios lo que importa son las almas, y no por lo que tienen, sino por lo que son: imagen suya. Cuando el hombre olvida esta verdad fundamental, también olvida la piedad y la misericordia. El corazón se endurece, y sólo busca (tal y como escuchábamos el pasado domingo) calmar su sed en vasijas rotas incapaces de contener agua.

“Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces? Jesús le contesta: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”. También sorprende en el amor de una madre la capacidad para perdonar y olvidar. Su entrega no se para en medidas ni en comparaciones… sólo entiende “darse”. ¡Qué gran vocación la de una madre de un sacerdote! Por eso, acudimos especialmente a la Virgen. Ella fue madre de Jesucristo, eterno sacerdote, y al que los demás sacerdotes prestamos nuestras manos, nuestras palabras y nuestros gestos en cada Eucaristía. ¡Qué enorme abrazo dará la Virgen a cada una de esas madres de sacerdotes cuando les abra las puertas del Cielo!

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid