San Mateo 11, 25-27:
Apendicitis

Autor: Arquidiócesis  de Madrid  

 

Lectura del libro de Isaías; Sal 93, 5-6. 7-8. 9-10. 14-15 ; san Mateo 11, 25-27

Los que ya hemos sido operados de apendicitis tenemos un motivo menos para vivir intranquilos. Ciertamente es una enfermedad tonta, aún no sé muy bien para qué sirve el apéndice y no lo he echado de menos en estos años. Parece mentira que algo tan inútil pueda trasformarse en el “cólico miserere” y después de un dolor agudo llevarte a la sepultura. Gracias a Dios tiene buena operación, aunque siempre es conveniente ponerse en manos de un cirujano y no intentar operarse uno mismo o el carnicero de la esquina.
“El Señor de los Ejércitos meterá enfermedad en su gordura; y debajo del hígado le encenderá una fiebre, como un incendio de fuego.” Nadie se acuerda de su apéndice hasta que duele, vivimos tan felices con ese trocillo de carne colgando de nuestro intestino y no lo sometemos a revisiones periódicas.
El apéndice del alma es la soberbia. La soberbia no sirve para nada, es un colgajo inútil en nuestra vida espiritual. Nadie va a ser mejor por creerse mejor. Tristemente la soberbia no nos duele. Es como un ataque oculto de apendicitis, que no manifiesta mucho dolor, pero se puede trasformar en una peritonitis y llevarnos a la tumba.
“¿Se gloría la sierra contra quien la maneja? Como si el bastón levantase a quien lo levanta.” ¿De qué nos podemos gloriar nosotros?. Piénsalo en la presencia de Dios. ¿Que eres más bueno que otros? Habrás recibido más Gracia pues te hace más falta. ¿Llevas muchos años rezando y siendo ferviente católico? Eso no es para envanecerse, es para dar gracias. ¿Que trabajas por los otros y das tu vida por los demás? Si das tu vida y no la de Cristo te olvidarán en unos años y habrás perdido el tiempo.
Me da mucha rabia cuando feligreses me dicen: “Es que yo tengo más fe que fulanito.” Como si tuviesen un buen saldo en el banco para gastárselo en caprichos. La fe es un don, un regalo y no es para vanagloriarse sino para vivirla.
La soberbia es muy sibilina, se va hinchando poco a poco y se disfraza de humildad en muchas ocasiones. Se manifiesta poco a poco. Van creciendo nuestras críticas y juicios (primero interiores y luego exteriores) sobre los demás. Nos va disminuyendo la alegría y las ganas de trabajar pues nos encontramos cansados (“¡ya hacemos bastante!”). Nos humillan cada día más los fracasos y nos alegran los halagos, incluso los esperamos y –siempre con mucho tacto-, los buscamos. Finalmente nos convertimos en nuestro propio criterio de actuación, pensamos que todo lo que ocurre es por nosotros o contra nosotros y que los demás deben estar tan pendientes de nosotros como nosotros lo estamos de nosotros mismos. (La frase anterior tiene muchos “nosotros” pero menos que las veces que el soberbio dice “yo,” “a mí,” “para mí,” “a mi entender” en sus conversaciones).
“Te doy gracias, padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a la gente sencilla.” El soberbio tiene una personalidad complicada. El sencillo reconoce la verdad cuando la ve y reconoce todo lo que Dios hace por su medio, o sea: Todo.
“El Señor ha mirado la humillación de su esclava.” Ponte como un niño pequeño en manos de tu madre la Virgen y pídele que nunca deje anidar en tu corazón la soberbia.

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid