San Mateo 15, 21-28:
Corazones de madre

Autor: Arquidiócesis  de Madrid   

 

Jeremías 31, 1-7; Jr 31, 10. 11-12ab. 13 ; san Mateo 15, 21-28

“Una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares” se va a dirigir al Señor para hablarle. Hay que salir de uno mismo. Hay que salir del entorno habitual, apartarse al menos a “un tiro de piedra” como hizo el Señor en el huerto de los olivos, para entablar conversación con su Padre Dios; es lo que, por otra parte, hacemos los hombres cuando tenemos algún tema importante que hablar con alguien: “oye, quedamos y hablamos”. Entonces, a solas, dejando lo que solemos hacer, saliendo del lugar habitual, hablamos con esa persona con la que tenemos intereses comunes. Así hablamos con el Señor.
Y lo primero que aprendemos de esta mujer cananea es saber dirigirnos a Dios como lo hace ella cuando ruega por otra persona: “Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo”. Fíjate que riqueza de matices: identifica el problema de la hija consigo misma: “Ten compasión de mi”. Quizá con esto empezó a ganar el corazón de Cristo. ¡Qué importante es que ganemos el corazón de Jesús! A veces queremos ganar el afecto de un amigo, de una novia o de un novio, y puede resultar estupendo. Pero, ¿ponemos el mismo esfuerzo por ganar el corazón de nuestro Amor, el corazón de quien dio la vida por ti? Observa cómo se esfuerza la mujer –“se puso a gritarle”, dice el Evangelio— para ser oída por Cristo. Y aquí viene algo sorprendente: “El no respondió nada”.
Se ha escrito mucho sobre este pasaje de la Escritura pues nos deja de piedra la actitud de Jesús. Esta actitud del Señor con la cananea puede ser como la que podemos ver en una madre, probando el amor de su hijo pequeño: el niño acude a su mamá pidiendo ayuda, para hacer los deberes, para que le coja la pelota que no está a su altura, porque no puede abrir la caja de juguetes, y ella, la madre, se hace la dormida, o como que no le oye, o como que ahora no tiene tiempo para atenderle, y el niño insiste, sabiendo que es imposible que una madre no le ayude, al fin, a quitarle esa pena. La madre prueba el interés del hijo, la auténtica fe del hijo en que ella va a poder solucionarlo. Igual Cristo.
Jesús también toma esa actitud, aparentemente dura, con la mujer de nuestro Evangelio, para enseñar a generaciones futuras cómo hemos de rezar: con insistencia, con tozudez, con perseverancia, y, sobre todo, con una fe, que nada le hace desfallecer, como a esa madre: “Señor, socórreme” y la contestación que da el Señor puede ser la menos comprensible: “No está bien echar a los perros el pan de los hijos. Pero esta mujer cananea conoce el corazón de Cristo, al igual que un hijo conoce el corazón de su madre: “Tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos”.
Es imposible que una madre se resista al requerimiento de su hijo, como si de pronto oyera que éste le dice: “mamá, ayúdame, porque yo te quiero mucho”. Es lógico que Cristo conteste, ya vencido y derrotado por la fe y el amor de ésta mujer: “Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”. Y así, la madre llena de emoción seguramente le diría: “hijo mío, claro que te va a ayudar mamá, ven, dame un beso”. Esto mismo hace Cristo: “y en aquel momento –termina el Evangelio de hoy— su hija quedó curada”.

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid