San Mateo 14, 22-33:
De tormentas y calmas

Autor: Arquidiócesis  de Madrid   

 

Reyes 19, 9a. 11-13a; Sal 84, 9ab-10. 11-12. 13-14; san Pablo a los Romanos 9, 1-5; san Mateo 14, 22-33

Cuando leáis este comentario llevaré cinco días de vacaciones. Mañana se acaban. Como no soy profeta cuando vuelva ya os contaré cómo está el norte de España. Pero cuando escribo aún no me he ido, y pesa el día a día de la parroquia. En estas jornadas en que no hay grupos ni catequesis, en que la mayoría de los feligreses se han ido a tostarse bajo el sol y llenarse el ombligo de arena, hay más calma para rezar, preparar el curso que viene, poner el despacho parroquial al día y para hacer examen. De las cosas que más me pesan en mi parroquia, después de unos cuantos años, es la falta de formación y la poca sensibilidad para lo divino. Los únicos que saben confesarse -y que acuden al sacramento regularmente-, son los viejecitos. De vez en cuando, muy de vez en cuando, aparece un joven (compréndase por joven menor de cincuenta años), que pide confesarse. Si ha tenido contacto con el mundo clerical se suelen confesar de cosas rarísimas, que me hacen repasar mis escasos conocimientos de moral, pues no tengo ni idea de si lo que me dicen es pecado o no. Es algo así como si te dijesen: “Me acuso de mi falta de compromiso en el seguimiento del que me convoca por lo que no miro la vida con los ojos de Cristo.” No sé muy bien qué significa eso, pero como le preguntas sobre la Misa dominical, la sinceridad, la castidad, la caridad en su familia y con los demás, te habla sobre “no-se-sabe qué” opción en su vida y, habitualmente no vuelve. Tienen fácil encontrar un sacerdote que les absuelva sin tener que acusarse de sus pecados. Estoy convencido de que si las personas de mi parroquia no viven en gracia de Dios, o al menos lo intentan, ya podremos hacer grupos de bailes regionales, seguiremos en medio de la tormenta, dependiendo de los “estados de ánimo” de cada momento, del “me caes bien o me caes mal.” Ahora que hay más tiempo para pensarlo casi te desesperas y te preguntas qué estás haciendo. Te dan ganas de dejar de pelearte con el mundo y dedicarte a ser un “servidor social” medianamente piadoso.
En medio de las turbulencias, hoy ha venido a confesarse un joven (de los de verdad), y lo ha hecho bien, con su examen de conciencia, su arrepentimiento sincero, su alegría de reconciliarse. Por supuesto no era de mi parroquia, estaba de paso por este barrio, pero encuentras la paz y vuelves a saber que Dios puede hacerlo, a pesar de mí.
“Al sentir la fuerza del viento, le entró miedo y empezó a hundirse y gritó: “Señor, sálvame.” En seguida Jesús extendió la mano, lo agarró y le dijo: ¡Qué poca fe! ¿por qué has dudado?” Creo que la barca de la Iglesia siempre estará entre vientos y olas, nunca -hasta la Jerusalén celeste-, viviremos sin sentir la “fuerza del viento” pues siempre podremos mejorar. Pero no hay que tener miedo. El miedo empuja al fondo del mar, te invita a que tires la toalla y comiences a hacer lo que cualquiera haría en medio del mar: hundirse. El miedo hace que un sacerdote predique de cosas insulsas y superficiales, que un cristiano en su trabajo pase desapercibido como si fuese un ateo convencido, que en una familia no se nombre nunca a Dios, ni se viva juntos la fe. El miedo hace que nos metamos en “el fondo de la cueva” y nos aislemos del mundo real, del mundo según Dios. Elías aguantó en la cueva el huracán, el terremoto y el fuego, hasta que escuchó el susurro de Dios. Lo fácil hubiera sido correr a ocultarse de los peligros del mundo, pensar que el mundo exterior, con sus dificultades, sus desalientos y decepciones, no existe. Pero entonces tampoco escucharemos a Dios, nos escucharemos a nosotros mismos.
“Digo la verdad en Cristo; mi conciencia iluminada por el Espíritu Santo, me asegura que no miento.” Estos días de más tranquilidad tienen que servirnos, no para desesperarnos y pensar que todo está mal, sino para postrarnos ante el Señor diciendo: “Realmente eres Hijo de Dios.” Y así, cuando volvamos a estar caminando sobre frágiles aguas, o en medio de la tormenta, no cabrá en nosotros el miedo sino la confianza y trabajaremos (viviremos), con más ahínco por el Reino de Dios.
Si fuésemos los primeros en caminar sobre las aguas tal vez seríamos unos inconscientes, pero delante de nosotros van multitud de hijos fieles de la Iglesia y, a nuestro lado, va nuestra madre la Virgen, que siempre nos acercará la mano de su Hijo para evitar que nos hundamos.

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid