San Mateo 8, 1-4:
Destierro y Nostalgia
Autor: Arquidiócesis  de Madrid  


2Re 25, 1-12; Sal 36; Mt 8, 1-4

“Incendió el templo, el palacio real y las casas de Jerusalén, y puso fuego a todos los palacios (…) se llevó cautivos al resto del pueblo que había quedado en la ciudad”…

No existe, en todo el Antiguo Testamento, una escena más desoladora que la del destierro de los israelitas. El Templo de Salomón, el Sancta Sanctorum y el Arca de la Alianza, los altares de Yahweh… Todo fue saqueado, incendiado y profanado. Los hebreos fueron arrojados lejos de la Tierra que el Señor regaló a sus padres, y fueron llevados cautivos a un país extranjero, obligados a vivir en medio de un pueblo pagano… Éste fue el modo en que Dios quiso mostrar a los hombres el horror del pecado… ¡Si quisiéramos abrir los ojos! Entonces veríamos cómo el alma es el templo de Dios, y cómo la Santísima Trinidad la ha elegido para morar en ella. Nada nos parecería más valioso en este mundo que una sola alma. Veríamos cómo la gracia nos instala en nuestra Tierra, y nuestra Tierra es la Iglesia, antesala del Cielo y Cuerpo de Cristo. Nada nos parecería más deseable que vivir y morir en gracia. Veríamos cómo un solo pecado venial -una mentira, una desobediencia…- abre la puerta a un emisario de Lucifer que asesta un hachazo sobre los preciosos altares del alma… Quizá llorásemos.

Y veríamos, también, el horror del pecado mortal: una legión de demonios prendiendo fuego al Templo, pisoteando con sus zarpas malolientes la imagen de Dios que el Espíritu imprimió en el alma, cerrando sus grilletes en torno al cuello del hombre, y arrojándolo fuera de la Iglesia para llevarlo, como esclavo, al reino de tinieblas donde impera Satanás. Os lo aseguro: moriríamos de pena. Ningún horror nos parecería tan desolador como un pecado mortal.

Al ser deportados, los hebreos entendieron que su única defensa era la nostalgia.

Mientras llorasen por Jerusalén, mientras la echasen de menos, podrían albergar en sus corazones la esperanza del regreso. Pero si, un día, olvidasen su tierra; si se llegaran a sentir cómodos en Babilonia y ya no recordasen que eran extranjeros; si emparentasen con la nación pagana y plantaran allí su tienda, sepultando el recuerdo de Jerusalén…

Entonces jamás volverían. Por eso se aferraron a sus lágrimas, y tuvieron como dicha el llorar por Dios: “Si me olvido de ti, Jerusalén, que se me paralice la mano derecha. Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti”. Esa nostalgia, que jamás perdieron, los salvó. El alma que ha pecado, mientras llora su traición y añora la gracia tendrá vida. No morirá para siempre, porque sus lágrimas la llevarán al sacramento del Perdón con la sed de quien, sin Dios, se abrasa. Pero si un alma, habiendo pecado, se queda a vivir en esa ciénaga y no siente asco de su crimen; si termina por decir: “esto, para mí, no es pecado” y olvida la Ley de Dios; si sepulta en el olvido el recuerdo de su Señor, y se entrega a sus culpas sin remordimiento, instalando allí su tienda… Ese alma no necesita condenarse, porque ya está condenada.

María, Refugio de los pecadores, ¡Concédenos el dolor de los pecados!

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid