San Lucas 12, 8-12:
Lo que no vemos
Autor: Arquidiócesis  de Madrid

Efesios 1, 15-23; Sal 8, 2-3a. 4-5. 6-7a ; san Lucas 12, 8-12

“No ceso de dar gracias por vosotros, recordándoos en mi oración”. Aún tengo en la cabeza el pasaje del Evangelio del pasado domingo, donde de los diez leprosos curados sólo acudió uno para dar gracias a Jesús. ¿Qué es eso de dar gracias a Dios? Nos acostumbramos, casi todos los días, a dar gracias porque nos ceden el paso, nos recogen un objeto que se nos cayó al suelo, nos avisan de un recado…. La fórmula suele ser la siguiente: “¡Muchas gracias!”, y el otro responde: “¡a ti!”. Parece algo salido de un mero impulso, mecánico y automático. Y no es que esté en contra de cualquier principio de urbanidad, sino que a veces hacemos las cosas tan espontáneamente, que hemos perdido su sentido más profundo. Llama más la atención la actitud de san Pablo que, dirigiéndose a los efesios, les recuerda que su acción de gracias la pondera en su oración personal. Un hijo de Dios es un ser agradecido. Sabe que su vida no es algo fruto de la casualidad o del azar, sino que hay un empeño divino para que cada uno de nosotros sepa reconocerle, despiertos o dormidos, en cada minuto y segundo del día.

“Ilumine los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros”. ¡Tremendas palabras que nos ubican ante una realidad que jamás hombre alguno podría calibrar con unas meras expectativas mundanas! Descubrir la grandeza a la que somos llamados por Dios es quedar deslumbrados ante tantas delicadezas de cariño que, inmerecidamente, recibimos. Sí, alguien puede quejarse diciendo que no es para tanto, porque uno sufre lo suyo, porque no tiene todo lo que desearía, porque, incluso, carece de lo necesario. ¿Cuál es el lenguaje que empleamos para hablar de las cosas de Dios?: bienestar, comodidad, autosuficiencia, salud, reconocimiento… Si eso es lo que esperamos de Él, entonces hemos equivocado nuestra vocación de cristianos. Lo que Dios nos da, incluso a pesar de nuestra falta de correspondencia, es muy superior a todo eso que consideramos como “lo bueno para mí”.

“Si uno se pone de mi parte ante los hombres, también el Hijo del hombre se pondrá de su parte ante los ángeles de Dios”. Ese empeño tozudo que tenemos a la hora de pensar que Dios debe de “gratificarnos” al modo del mundo, es lo que nos hace vivir con la nariz pegada al suelo. Jesús nos habla de los ángeles, y uno empieza a pensar: “Ya nos vienen con ‘músicas celestiales’”. ¿El problema?: que ni tú ni yo nos creemos lo que hemos de heredar en verdad, y de lo que recibimos en cada instante para llegar esa plenitud que no tendrá fin. ¡Sí!, se trata de la gracia de Dios. Cuando a través de nuestros ojos sólo entra el gran “circo del mundo”, toda la realidad sobrenatural que se derrama en torrentes sobre nosotros pasa más que desapercibida. Es como si nos hubiéramos instalado sobre nuestras cabezas un gigante paraguas para que la gracia de Dios no nos salpique. ¿Cómo vamos a dar gracias a Dios con semejante actitud? En realidad no hay de qué, porque nuestro corazón está instalado en otros intereses.

“No sólo en este mundo, sino en el futuro”. Esta es la respuesta que nos da san Pablo. Todo lo demás es “baratija”. Los pies en la tierra, por supuesto, pero el corazón firmemente anclado en el Cielo. Ya se ve entonces, que la oración no sólo es un recurso para los que viven desesperados, o no tienen otro lugar dónde acudir. Es también la actitud de los que quieren vivir profundamente agradecidos por todo el bien que Dios realiza en sus almas. Y aunque no lo sintamos, y no lo veamos (momentos de aridez, soledad, incomprensión, persecución…), Dios aún está mucho más cerca de lo que puedas imaginar.

Pregúntale a Virgen, la llena de gracia. Seguro que te dirá que, incluso en ese momento dramático de la muerte de su Hijo en la Cruz, entre sollozos y sufrimiento humano, su alma era un canto de agradecimiento a Dios por llegar hasta ese extremo de amarnos tan locamente.

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid