San Lucas 6, 12-19:
Maestros y maestrillos
Autor: Arquidiócesis  de Madrid

san Pablo a los Efesios 2,19-22; Sal 18, 2-3. 4-5; san Lucas 6, 12-19

Una mujer, ya madurita, me suele hablar –casi cada semana-, de lo bien que estaba antes la parroquia. Siempre hablando de tiempos pasados (me imagino que antes era más joven, aunque no estoy muy seguro si ha sido joven alguna vez), y citando como criterio de autoridad a su “primer maestro.” Ese “primer maestro” es el sacerdote que le abrió los ojos a vivir la fe. Lástima que abrió los ojos en los años setenta, y no se ha dado cuenta que el reloj sigue corriendo. Casi todo el argumento de sus reflexiones es hablar de una “comunidad” que yo no sé exactamente qué es, donde mora y en qué se fundamenta. Perdón, me equivoco, uno que se decía miembro de esa comunidad de santos lleva seis años negándome el saludo, e incluso alguna vez se ha dignado a escupir en el suelo cuando me cruzo con él.

“Estáis edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular. Por él todo el edificio queda ensamblado, y se va levantando hasta formar un templo consagrado al Señor.” Cristo es el único Maestro, y sin Él todo el edificio se derrumba. No dudo de la buena fe de sacerdotes y laicos que forman sus comunidades centradas en la amistad y el amiguismo, pero o los miembros de esa comunidad son como Juan Bautista, que tienen que menguar para que Cristo crezca, o se convierten en comunidades cerradas, autocomplacientes e intransigentes. Construyen un edificio, a veces hermosos desde fuera, pero se les olvida poner la puerta y todo el que quiere acercarse acaba dándose de narices contra el muro. Comprendo que es mucho más fácil construir un grupo de veinte personas que estén siempre dispuestas a ayudarte, alabarte y compartir tus preocupaciones. Lástima que la Iglesia tenga sobre sí las preocupaciones del mundo entero, como diría San Francisco, no estamos aquí tanto para consolarnos, sino para consolar. Las parroquias, grupos, comunidades, movimientos o como se quieran llamar, tienen que ayudarnos a amar a Cristo y, por Él, a la Iglesia y a toda la humanidad, especialmente a la que más sufre y se duele. Cuando una comunidad se cierra en sí misma, por muchos manifiestos que haga, se convierte en una comunidad de cátaros, pero que se impone su propia autodisciplina (bastante complaciente consigo misma y muy exigente con los demás), que acaba mostrando un rostro de la Iglesia viejo y lleno de arrugas.

“Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, escogió a doce de ellos y los nombró apóstoles.” ¿Qué serían los apóstoles sin Cristo? Nada. ¿Qué seríamos nosotros sin Cristo? Nada, menos que nada. “Por él también vosotros os vais integrando en la construcción, para ser morada de Dios, por el Espíritu.” Cuando Cristo es el centro, la piedra angular, de nuestra parroquia, entonces se tiene espíritu apostólico. Nadie puede ser rechazado, pues todos son capaces de alcanzar la Misericordia. No nos centramos en nosotros mismos, pues la cruz, donde cuelgan los dolores de todos los hombres, es nuestro centro. Nunca cerramos la puerta, pues no tememos que entre un “ladrón y salteador,” pues la puerta es el mismo Cristo. Ojalá se acabasen en las parroquias y grupos cristianos ese mirar de ladillo, las críticas, murmuraciones y cuchicheos, eso significaría que realmente estamos viviendo en Cristo.

Me imagino la casa de la Virgen con la puerta siempre abierta. No miraría a través de las cortinas, para espiar a quién pasase cerca, abriría la puerta para invitarle a un rato de conversación, o algún refrigerio si hiciese falta. Es una señal clara, cuando en una parroquia no hay amor a la Virgen, falta el amor a Cristo y se impone el amor propio. Confiemos nuestras parroquias, y cada grupo de la Iglesia, a las  manos de María, así serán de Cristo.

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid