San Marcos 10,46-52:
Los ojos
Autor: Arquidiócesis  de Madrid

Jeremías 31, 7-9; Sal 125, 1-2ab. 2cd-3. 4-5. 6; Hebreos 5, 1-6; san Marcos 10,46-52

Dentro de una semana me operarán de las dioptrías. El otro día me hicieron una serie de pruebas y para ello tenían que dilatarme la pupila. Me dijeron que después de las pruebas vería mal durante ese día, así que dejé el coche en casa y cogí dinerillo para volver a mi parroquia en taxi. Pero al terminar la mañana, y las pruebas, al salir a la calle descubrí que veía mejor que nunca. Era un día nublado, pero veía mucha más luz que al ir hacia la clínica, así que decidí volverme en “Metro.” Camino de la estación me decía: “Que exagerados estos médicos, veo perfectamente.” Hasta que me pregunté qué hora sería, me levanté un poco la manga para ver la esfera del reloj, y sólo vi una mancha borrosa color carne con una especie de macha esférica gris. Entonces descubrí que de lejos veía perfectamente, pero de cerca tenía menos agudeza visual que un gato de escayola. Gracias a Dios ya había celebrado Misa, rezado el Breviario y todo aquello que me forzaba a leer, aunque decidí dejar a otro el despacho parroquia, pues no podría rellenar una partida de bautismo. Al día siguiente ya podía leer perfectamente, aunque me ayudó a valorar más a los que no ven nada nunca.

“Jesús le dijo:- «¿Qué quieres que haga por ti?» El ciego le contestó:- «Maestro, que pueda ver.» Jesús le dijo:- «Anda, tu fe te ha curado.»” Este encuentro de Jesús con Bartimeo creo que nos conmueve a todos. Muchas veces nuestra ceguera no es completa. Es como si nos hubiesen dilatado las pupilas. Vemos bien de lejos, queremos ser santos e ir al cielo. Pero de cerca, a la hora de tomar hoy la decisión de lo que Dios quiere de nosotros, parece que llevamos gafas de madera y elegimos lo equivocado. Somos de Cristo, pero en nuestro actos de hoy nos abrazamos al diablo. Tal vez esta sea la peor ceguera. Caminamos con decisión y paso firme mirando al horizonte, sin darnos cuenta que vamos pisando excrementos. Entonces hay que volverse al Señor, aunque creamos que no nos hace falta, y tenemos que gritar: “Maestro, que pueda ver.”

“Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí.” Puede parecernos que pedir compasión es humillarnos. Nuestro orgullo y nuestro pecado nos regañará para que nos callemos. Pero nosotros sabemos cómo Cristo se ha compadecido de nosotros, como ha padecido por ti y por mi. Sabemos que el camino es duro, que podemos sentirnos como el pueblo de Israel en el destierro, pero también sabemos que “El Señor ha salvado a su pueblo, al resto de Israel. Mirad que yo os traeré del país del norte, os congregaré de los confines de la tierra. Entre ellos hay ciegos y cojos, preñadas y paridas: una gran multitud retorna. Se marcharon llorando, los guiaré entre consuelos; los llevaré a torrentes de agua, por un camino llano en que no tropezarán. Seré un padre para Israel, Efraín será mi primogénito.”Entonces podemos gritar y regocijarnos. No debe importarnos la lucha diaria, pues sabemos que Jesús pasa a nuestro lado y, si acudimos a Él, curará nuestra ceguera.

Cristo es el “sumo y eterno sacerdote.” Así lo vivó D. José María García la Higuera, obispo auxiliar de Madrid, obispo de Huelva y Arzobispo de Valencia. Su pasión eran los sacerdotes y el seminario. Seguramente sería así pues en esos tiempos revueltos, sabía que un buen sacerdote, que anuncia a Cristo en la Iglesia, puede abrir los ojos a muchos, o provocarles una ceguera aún peor. Pedir hoy por los sacerdotes, nos hace falta la compasión de Cristo para llevar a cabo nuestra labor y que así muchos puedan volver a Cristo.

Imagínate la mirada de María, una mirada clara, transparente, lúcida, reflejo de la mirada de Cristo. Pídele a ella que todos tengamos esos ojos.

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid