San Mateo 5, 1-12a:
Muchedumbre inmensa
Autor: Arquidiócesis  de Madrid

Apocalipsis 7,2-4. 9-14; Sal 23, 1-2. 3-4ab. 5-6; san Juan 3, 1-3; san Mateo 5, 1-12a

No sé si harán muchas más cosas, pero folletos y panfletos los testigos de Jehová hacen un montón. Ayer mismo me dejaron en el buzón de la parroquia un folleto sobre el fin de las falsas religiones (por supuesto la católica es más falsa que un billete de siete euros), con muchas frases del Apocalipsis. Luego me crucé con el responsable (o como se llame) de los testigos de mi barrio y me quiso dar el folleto en mano. Nos tratamos cordialmente y tuve la oportunidad de decirle que no me había gustado nada y, como siempre, de invitarle a que volviese a Misa. Uno de los argumentos de ese folleto es que el alma muere (“¿Conoces alguna falsa religión que diga que el alma perdura después de la muerte?” preguntaba el panfletillo ese), pues si no Dios no podría resucitar a los muertos. Para distinguir resurrección de creación creo que no hay que llegar a cuarto de la E.S.O (bueno, tal vez sí), pero no es tan difícil. Al menos no decía nada de los ciento cuarenta y cuatro mil (ya no les deben salir las cuentas), aunque como siempre en la parte “dura” salía el dibujo de un cura, una iglesia y el dragón de siete cabezas. En la contraportada aparecía el feliz mundo de los testigos, lleno de sonrisas y alegrías.

“Después de esto apareció en la visión una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar,” (…) “Éstos son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero.” Hoy celebramos la fiesta de todos los santos. Este día en que la Iglesia celebra a la multitud de intercesores, conocidos y desconocidos, que piden por nosotros ante Dios y le alaban por la eternidad. Es una realidad consoladora, el saber que tantos y tantos piden por nosotros. Mártires, confesores de la fe, niños, madres de familia, padres abnegados, jóvenes generosos, ancianos piadosos, y todo el largo etcétera que podamos pensar. Son los que pueden decir con San Juan: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!” y les gustaría que nos enterásemos en esta vida de una manera definitiva y radical.

Yo quiero estar en ese grupo. No me gusta lo que ahora llaman la “noche de Halloween,” en que la gente se disfraza de muertos, monstruos o de E.T. Tendría que ser la noche de los santos. Noche que, tal vez pasada en oración, nos decidiésemos a ser santos de verdad. Que podamos decir, con las bienaventuranzas: “Somos dichosos.” Seguramente tengamos penas, seamos pobres, nos falte justicia a nuestro alrededor, luchemos por tener el corazón limpio y la paz brille por su ausencia. Pero sabemos que es una realidad posible, con la gracia de Dios y que lo será, por su misericordia, en el reino de los cielos. Los cristianos no miramos el futuro con temor si tenemos el corazón enamorado. Si nuestro amor es tacaño, raquítico, esquelético o intentamos engañarnos a nosotros mismos y a Dios, tendremos miedo de encontrarnos con Dios; pero como confío en que no es así, miramos el presente con la ilusión de servir a Dios, de seguir “lavando y blanqueando nuestras vestiduras” que tantas veces el pecado mancha, y con la confianza de tener un Padre-Dios que jamás nos olvida.

Será una maravilla esperar la resurrección de la carne, volver a encontrar a los eres queridos, y querer en Dios a todos los seres. No seremos otros, una recreación de nosotros mismos, seremos tu y yo que por la misericordia de Dios nos encontraremos en el cielo. Pero para eso no basta ser bueno, hay que querer ser santo.

El dogma de la Asunción de la Virgen en cuerpo y alma a los cielos repatea a tantos pues no quieren reconocer el cariño especialísimo que Dios tiene por cada uno, y en especial por su Madre. Pídele a ella que te de grandes deseos de ser santo. Sí Dios quiere y nosotros nos dejamos, nos veremos en el cielo.

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid