San Lucas 17, 1-6:
¡Una piedra de molino!
Autor: Arquidiócesis  de Madrid

san Pablo a Tito 1, 1-9; Sal 23, 1-2. 3-4ab. 5-6 ; san Lucas 17, 1-6

La verdad es que al Señor se lo permitimos todo. Suponed que, en la misa de doce, un sacerdote dijera a lo largo de homilía, parafraseando a Jesús: “a quienes hacen esas cosas más les valdría que les tirasen sin paracaídas de un avión en marcha”; o “más les valdría que les tumbaran el las vías del Metro cuando pasara el tren…” “¡Hala, no se pase!”, le dirían los más “fieles”; otros no volverían a esa Iglesia; y muchos no se enterarían porque, aunque están allí, nunca escuchan la homilía; pero si se enteraran entrarían a formar parte de una de las dos categorías anteriores. Sin embargo, nuestra conciencia adormilada aún es capaz de escuchar las durísimas palabras del Señor sin ni siquiera inmutarse.

Esa frase de Cristo (”más le valdría que le encajasen al cuello una piedra de molino y le tirasen al mar” ), es semejante a la que, llegada la hora de su Pasión, pronunciara acerca de Judas: “más le valdría no haber nacido” (Mt 26, 24). Ambas expresiones tan sólo pueden entenderse en relación a algo peor que la muerte por asfixia; algo peor que no haber nacido. Ese “algo peor” es lo que se está presentando ante los ojos de Cristo, y lo que le mueve a exclamar “¡más le valdría…!” Por ilustrarlo con un ejemplo muy a mano: cuando un joven resulta gravemente herido en un accidente de automóvil, es su madre la que dice: “¡ojalá se hubiera quedado en casa con gripe!”.

No le demos más vueltas; ese “algo peor” es el Infierno. Estamos en noviembre, y los hijos de la Iglesia somos invitados a considerar las verdades eternas. Nuestro Señor Jesucristo no dice esas palabras movido por la ira o por la indignación, sino por un tierno cariño que tiene mucho de materno. Él vio con una claridad estremecedora lo que nosotros, en nuestra inconsciencia, nos negamos tantas veces a ver: vio cómo, a causa de nuestros pecados, nos despeñábamos en el Infierno. Y, debido al gran Amor con que nos amó, esta visión fue uno de los peores tormentos de su vida y de su Pasión… Ese tormento, unido a nuestra reparación, nos ha salvado.
Hoy quiero yo pedirle a la Santísima Virgen, refugio de los pecadores, que, sin soltarnos de su mano - para que no nos pueda la desesperación -, nos abra los ojos al verdadero drama del pecado, y nos infunda el santo temor a las penas eternas; que su Hijo no sufra solo lo que nosotros hemos merecido; que nos libre de esta estúpida inconsciencia, y nos haga ver con claridad de dónde hemos sido salvados, para que así sepamos hasta qué punto es Jesús Salvador nuestro… Y para que no volvamos, nunca más, a asomarnos al mismo precipicio.

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid