San Lucas 19, 41-44:
La caída de Jerusalén
Autor: Arquidiócesis  de Madrid

Apocalipsis 5, 1-10; Sal 149, 1-2. 3-4. 5-6a y 9b ; san Lucas 19, 41-44

En el año 70 el general Tito, que después fue emperador, arrasó la ciudad de Jerusalén. Posteriormente las legiones romanas intentaron acabar con todo resto de judaísmo y por Flavio Josefa conocemos detalles de su crueldad. Así, por ejemplo, en los alrededores de Jerusalén crucificaron a unos 500 judíos. Jesús ya había anunciado esa destrucción.

Desde el punto de vista espiritual contiene una lección importante. La ciudad terrena desaparece porque se ha inaugurado una nueva ciudad, la Jerusalén celestial. También desapareció el templo, donde se ofrecían sacrificios a Yahvéh, porque el Sumo Sacerdote ahora esta ante el Padre intercediendo por nosotros.

Ahora bien, podemos hacer una lectura que ilumine directamente nuestra vida interior. ¿Qué pasa cuando nuestro corazón, verdadera ciudadela de cada uno de nosotros, no reconoce que su Señor es Jesucristo?

Todos tendemos a reservarnos un lugar que es como un reducto en el que no queremos que nadie entre. Esto se observa, de forma divertida aunque no deja de ser un poco triste, en los alumnos de los colegios, que organizan sus pupitres como si fueran auténticas murallas para resistir al profesor. Y ellos mismos convierten sus habitaciones en refugios donde se protegen de sus padres. Lo mismo puede suceder en nuestra lama. Quizás alguna parte de ella se protege del Señor. Es la tentación de querer sacar adelante nuestra vida sin la ayuda de Dios. Entonces nos creemos fuertes y hay aspectos de nuestra vida que quedan fuera de la vida de la fe.

Cuando esto sucede acabamos interiormente de la misma manera que lo hizo la Jerusalén terrena. Acabamos por los suelos, espiritualmente deshechos. Lo sorprendente es que a veces ese paso es necesario para reencontrarnos con Jesucristo. Cuando caen las murallas de nuestra resistencia, de nuestra autosuficiencia y orgullo, quedan amplias brechas por las que puede entrar el Señor en nuestras vidas.

Ahora bien, pase lo que pase, es bueno fijarse en las palabras con las que se inicia el evangelio de hoy. Jesús llora al ver la ciudad de Jerusalén. Ese llanto de Jesús continúa en la historia viendo el destino de los hombres y de los pueblos. De alguna manera es un llanto que dura hasta el final de la historia.

En ese llanto se ve el amor de Dios por nosotros, pero también cómo incluso nuestros dolores físicos o contrariedades, aunque después conduzcan a bienes espirituales mayores, le causan dolor. No es indiferente a ningún sufrimiento humano. Es algo parecido al dolor que sufre el Padre viendo la pasión de su Hijo. Lo que pasa es que en el dolor de Jesús no había nada de culpa propia y en nosotros sí.

Que la Virgen María nos enseñe a abrir las puertas de nuestro castillo interior al Rey de la gloria, para que no conozcamos la desolación de los que viven sin Dios.

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid