San Lucas 1, 46-56:
La lección de María

Autor: Arquidiócesis  de Madrid

Samuel 1, 24-28; Sal 1S 2,1.45.6-7.8abcd ; San Lucas 1, 46-56

El Magníficat es una oración preciosa. María la proclama en el contexto de la visita a su prima Isabel. Es un canto de alabanza que seguramente le acompañó toda la vida. En él se proclama la gloria de Dios ponderando sus maravillas desde el reconocimiento de la propia insignificancia. ¡Esto es muy grande! Sin que nosotros seamos nada Dios se fija en cada uno de nosotros y es para obrar maravillas.

Existe un tipo de personas al que, con poca caridad, catalogamos de insignificantes. Pasan desapercibidas. Igual están cerca de nosotros pero nunca caemos en la cuenta de su presencia. Se puede decir que si no existieran nuestra vida no cambiaría para nada y podemos pensar que lo mismo pasaría con el mundo y la historia. Quizás María también era considerada por muchos como una mujer más del pueblo. Es posible que no llamara la atención y que, para la mayoría de sus vecinos, pasara desapercibida. Pero he aquí que ella dice que Dios ha mirado la humillación de su esclava.

Dice esclava porque así se definió a sí misma ante el ángel Gabriel. Pero también porque es consciente de su absoluta dependencia de Dios. Por si sola no es nadie, pero el Señor ha hecho maravillas en ella.

Todo el himno es maravilloso. Por brevedad voy a fijarme sólo en dos aspectos. El primero es lo que señala la Virgen de que la misericordia de Dios llega a sus fieles de generación en generación. Es como si dijera que el amor de Dios es cada día nuevo y también es nuevo para cada generación, para cada hombre. No es sólo que Dios tenga una querencia por toda la humanidad, sino que en cada momento actualiza su amor por cada uno de nosotros. Lo que María expresó en aquel momento de júbilo y alabanza también podemos repetirlo nosotros hoy y siempre. La misericordia de Dios, en efecto llega hasta nosotros. Y no la percibimos desgastada sino totalmente nueva y capaz de renovarnos del todo.

Por otra parte, ya a las puertas de la Navidad, podemos fijarnos en otro momento del himno. Dice Santa María: “derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes”. Aquí se indica un doble movimiento por el que tenemos que pasar todos. Es necesario que seamos derribados de nuestra autosuficiencia y orgullo para poder recibir el amor de Dios. Si no somos pequeños tampoco podremos ser enaltecidos con la salvación que Dios nos trae. Ser derribados significa ceder nuestro trono al que de verdad ha de ocuparlo, que es el Señor. Él viene en humildad para que, aunque tengamos la casa totalmente desmontada, no tengamos miedo de recibirlo. Se empequeñece para hacernos más fácil el recibirlo. Si viniera con todo su poder no sabríamos como preparar su llegada. Pero viene en humildad y así no tenemos que temerlo sino, al contrario, esperarlo con alegría de niños.

Virgen María, enséñanos a alabar a Dios como tú lo haces.

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid