San Juan 20, 2-8:
La vida se hizo visible... y el hombre se enamoró
Autor: Arquidiócesis  de Madrid

San Juan 1, 1-4; Sal 96, 1-2. 5-6. 11-12 ; San Juan 20, 2-8

Tanto quienes estáis leyendo estas pobres líneas como quien ahora las escribe somos seres de carne. La carne nos acompaña desde el nacimiento hasta la muerte; es nuestro modo de estar en el mundo, nuestra dimensión… Estamos alegres, y reímos; estamos tristes, y lloramos; nos duele el alma, y un nudo nos impide respirar. Para mí, amar es ver, sonreír, besar, bendecir con la mano derecha, ofrecer a Dios mis pobres miembros por aquellos a quienes amo…

Sí, ya sé que la carne es, a causa del primer pecado, fuente de innumerables tentaciones, pero también lo es el espíritu. Sólo los puritanos se creen perfectos por haber reprimido los instintos carnales, mientras han dejado entrar en sus espíritus toda la ponzoña de la soberbia y la altivez. Con todo, es cierto que esta pobre carne nuestra está herida de pecado, y tiene que ser educada, con firmeza y cariño, para la generosidad…

Pero me encanta ser de carne. Envidio a los ángeles, porque están muy cerca de Dios; pero no les envidio en absoluto por su naturaleza puramente espiritual; el ángel no puede reír ni llorar, y a mí me gusta reír, me gusta llorar, me gusta bendecir con la mano derecha las frentes de los niños. Amar a un Dios sin cuerpo me resultaría tremendamente doloroso. Tendría que renunciar, para toda la eternidad, a besar el Rostro de Aquel a quien amo, y, francamente, no sé si sería capaz.

Por eso soy hermano, muy hermano de San Juan: “la vida se hizo visible”, “el Verbo se hizo carne”… Le entiendo, le entiendo muy bien: el Amor divino se puso a tiro del amor humano, para que el Hombre pudiera enamorarse de Dios, para que el ser de carne pudiera soñar con besar las mejillas de un Dios que se había enamorado primero. “La Vida se hizo visible”… Juan vio, con sus ojos ( y yo, por ahora, con los de Juan ), sonreír a Dios entre unas barbas negras… Y se sintió amado como nunca, y dejó de ser Juan para ser “el discípulo amado”, “aquel a quien ama Jesús”… Se enamoró de su Señor, como nos enamoramos los seres de carne, y como sólo de un Dios puede el hombre enamorarse. Por eso fue el apóstol casto, con la castidad alegre de los enamorados, que no es la de los reprimidos ni la de los puritanos, ni la de las piedras; con la castidad de quien ofrece sus miembros de carne en sacrificio, porque no sabe amar si no es con la carne, y porque los grandes amores son así, como el de Cristo, oblativos.

Gracias, Juan, por la noticia: “lo que contemplaron y palparon nuestras manos”.

Gracias a ti, arrodillado ante la gruta de Belén, puedo soñar con palpar un día las manos de mi Madre celestial, con besar las mejillas sonrosadas de ese Niño a quien ahora imagino besar en una imagen de madera… “La Vida se hizo visible”… Y yo, esperando verla, ya me he enamorado de Dios.

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid