San Lucas 2, 36-40:
Apostolado navideño
Autor: Arquidiócesis  de Madrid

San Juan 2, 12-17; Sal 95, 7-8a. 8b-9. 10 ; San Lucas 2, 36-40

Fueron, tal y como nos cuenta San Lucas, ochenta y cuatro años de adviento… Ochenta y cuatro años, desde que enviudó, pasó Ana esperando al Salvador “sirviendo a Dios con ayunos y oraciones”… El día antes de que Jesús fuera introducido en el Templo por María y José, Ana tenía más de cien años; siete de casada más ochenta y cuatro de viuda suman noventa y uno; al menos contaría doce cuando se casó… No menos de ciento tres años tenía la anciana profetisa el día antes de que Jesús hiciera su entrada en el Templo de Jerusalén. Con treinta, con cuarenta menos, muchos han perdido ya la esperanza, y se han convencido de que la vida nada puede ofrecerles. Sin embargo, esta bendita mujer mantuvo los ojos en alto, clavados en un “mañana” prometido por un Dios que no olvida su Alianza. ¡Grítalo, Ana! ¡En la ancianidad, hay un “mañana”, un “mañana” que es infinitamente más grande y más capaz de despertar ilusiones que el “ayer”!

Tras aquellos ochenta y cuatro años, esta mujer centenaria se convierte en la primera apóstol que tuvo Jesucristo. Un buen día, sus quizá gastados ojos vieron cruzar la puerta del Templo a Aquel a quien tanto esperó, y, llegado ese momento, no pudo, no quiso contenerse… ¿Acaso podrá contener su gozo quien ve, al fin, cumplidas, esperanzas mantenidas durante tanto tiempo? Grita la anciana, eleva sus brazos al cielo, increpa a cuantos oran en el Templo pidiendo “la liberación de Israel”. Muchos piensan que está loca, que chochea; otros miran hacia ese Niño a quien ella señala, y se preguntan por el secreto que esconden los limpios ojos de su Madre; otros, quizá los menos, la desprecian, la insultan… Pero nada de eso le importa a Ana; está loca de alegría. Si su pobre cuerpo no soporta la emoción, tampoco le importa, porque piensa que, tras una espera tan larga, no sería un mal remate morir de dicha…

Hace seis días celebraste la Nochebuena. Quizá te reuniste, aquella noche, con familiares y amigos. Perdona la indiscreción, pero… ¿Bendijiste la mesa? ¿Trazaste la señal de la cruz sobre el pan? ¿O te dio vergüenza, y tuviste miedo al “qué dirán”? Mira a esta anciana, loca de Amor; su gozo es tan grande que ha perdido el respeto al juicio de los hombres. Y el motivo de su gozo es, debería ser, el mismo que alegrara tu vida. Mañana, probablemente, volverás a cenar con los tuyos… ¿Serás capaz, mañana, de ser lo suficientemente feliz como para bendecir la mesa sin importarte lo que piensen? Hoy le pediremos a la Virgen alegría, alegría que libere nuestras almas, que las haga capaces de saltar, de cantar, de alabar a Dios en medio de los hombres. Y Ella se la pedirá, para nosotros, a ese Niño que tiene en sus brazos, al Único que puede, en adelante, llenar nuestros corazones.

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid