San Lucas 1,67-79:
El Señor está contigo
Autor: Arquidiócesis  de Madrid

2S 7,1-5.8b-11.16; Sal 88; Lc 1,67-79

¿Quién, me dices?

Ya se cumple el tiempo en el que envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, como nos indica Pablo en la antífona de entrada (Gál 4,4); es la única vez que Pablo habla del envío de Cristo. Cuidado que Pablo es parco en decirnos cosas sobre Jesús, todo es en él, por él y con él, es verdad, pero aquí se explaya a nuestras anchas, diciendo algo esencial. No es que en la plenitud de los tiempos, Dios envíe a su Hijo. El envío del Hijo provoca la plenitud de los tiempos; desde ahora son otros: tiempo de la carnalidad, tiempo de la encarnación, pura temporalidad de la carne. Si es exagerado (Antonio Pitta) decir que Pablo habla aquí de la preexistencia de Jesucristo, sin embargo, léanse a la vez las fórmulas que emplea en los himnos (Fil 2,6; Col 1,15; Ef 1,3-4), para entender toda la fuerza de lo que afirma sobre Jesucristo, desvelándonos el misterio de la Navidad.

El Señor, nos dice la lectura de Samuel, nos señala cómo va a construirse una casa: una casa de carne, la carne de María, Virgen. ¿Veis qué importante es la mayúscula en esta palabra? No basta con la elección de un hombre, Jesús; eso es demasiado escaso en el misterio de Dios. Dios elige una carne en la que tomará carne su propio Hijo, quien aun siendo, desde el principio, de condición divina e imagen del Dios invisible, en el que fue creado el universo entero, por medio de él y para él, en quien fuimos elegidos antes de la creación del mundo, no desdeñó nacer en el seno de una virgen. Sabiendo muy bien cuál era su elección y de qué manera, siguiendo la profundidad del misterio mismo de Dios, esta encarnación del Hijo era por causa de nuestra salvación. Asumió nuestra imagen y semejanza carnal, para que nosotros, por medio de él, de su nacimiento y de su muerte —¿olvidaríamos la cruz?—, nos transformemos en imagen y semejanza divinas. Asombroso comercio, como nos dice tantas veces la liturgia.

¿Qué haremos, pues? Con el salmo, cantar eternamente las misericordias del Señor, porque su gracia y su ternura para con nosotros son eternas. Él sí es fiel. Con David y su descendencia. Hoy podemos decir con el Hijo, quien ha sido enviado en medio de nosotros: Tú eres mi padre, mi Dios, mi Roca salvadora. Porque lo suyo es para nosotros. Lo suyo es ya nuestro también. En su encarnación y en la muerte en la cruz, siempre por nosotros, también nosotros podemos llamar a Dios: ¡Padre!

¿Qué haremos, pues? Con Zacarías, padre de Juan, bendeciremos al Señor, que nos ha visitado y redimido. A todos, porque a todos fue enviado, echando abajo el muro de separación (Ef 2,14), construido con el odio, para que seamos un único pueblo, el pueblo de Dios. Ahí se nos da la salvación. Porque el misterio de Dios está transido por su gran misericordia y por su inmensa ternura para con nosotros. Todo esto se nos hace ahora palpable.

Apresúrate, Señor Jesús, y no tardes, para que tu venida nos consuele y fortalezca a los que esperamos de tu amor. Porque el misterio de Dios es misterio de amor.

El misterio de Dios se nos hace patente, mejor, se nos da en esa carne de niño que ha sido concebida en el vientre de María por fuerza del Espíritu de Dios.

¡Esta noche es Nochebuena y mañana Navidad!

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid