San Marcos 4, 26-34:
“¿Qué parábolas usaremos?”
Autor: Arquidiócesis  de Madrid

Heb 10, 32-29; Sal 36; Mc 4, 26-34

“¿Con qué podemos comparar el reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos?”. Se me hace muy simpático Jesús mientras piensa en voz alta. Lo imagino con la mirada fija en algún lugar del horizonte, como quien está sobrecogido contemplando algo muy grande y trata de poner en juego toda su imaginación para explicarlo con palabras humanas. Lo imagino un tanto ansioso, rascándose la parte alta de la cabeza en busca de algún recurso, de alguna parábola que pueda aparecer entre los cabellos y que sirva para transmitir a los hombres las maravillas que contempla. Lo imagino sonriente, como si en su Rostro apacible se reflejase la Luz que tiene ante Sí. Imagino que sus ojos brillan, y que los hombres guardan un silencio tenso, esperando que se abran, de un momento a otro, los labios del Maestro y dejen escapar más borbotones de esa “Sabiduría simpática”. Pero, antes de hablar, la Faz de Jesús ya lo está diciendo todo.

Si yo voy por la calle y un individuo sale de un local para cortarme el paso e invitarme a una conferencia, le doy las gracias y sigo mi camino. Os seré franco: si voy por la calle y un individuo sale de una iglesia para cortarme el paso e invitarme a una charla “piadosa”… No sé si entraría. Depende del tiempo que tuviese, del humor con que me hubiera levantado esa mañana, y -para ser franco del todo- del aspecto del individuo en cuestión. Desde luego, le preguntaría por el asunto de la charla… En fin, que lo más probable es que no entrase.

Pero si voy por la calle con muchísima prisa y de repente me encuentro con un individuo que mira hacia las nubes como alucinado, con la boca abierta, los ojos fijos en lo alto y todos sus músculos pendientes de los cielos… Entonces, sin querer, levanto la vista para ver qué sucede allí arriba. No sé, algo me dice que podría estarse cayendo un avión, o que Ana Botella se está lanzando en paracaídas sobre la Plaza Mayor. Para empezar, ese individuo me ha cautivado, ha llevado mi mirada hacia donde tenía la suya. Y, después, si lo que está sucediendo allí arriba es capaz de captar mi atención por su urgencia o su interés, puede que hasta olvide que tenía prisa y me quede contemplando como un bobo cabeza en alto. El siguiente transeúnte, al ver a dos personas en semejante situación, no tendría más remedio que unirse a nosotros. Madrid entero podría terminar mirando al cielo.

Ése es Jesús. No es un maestro que cuenta lo que ha leído. Es un hombre sobrecogido ante un Misterio que arrastra tras de sí las miradas de los demás y reúne en torno a sí a los hombres hambrientos mientras explica lo que ve. Y esos deberíamos ser nosotros. Cuando los hombres se acercasen, deberían pensar que algo está sucediendo en el Cielo con sólo ver nuestra vida orientada a lo Alto en un temblor de gozo. Y, a la hora de hablar de Dios, deberíamos contar lo que vemos más que lo que leemos o recordamos. Claro que, para ver, hay que rezar… Hay que rezar mucho, y pedirle a la Virgen, con el Santo Rosario, que abra nuestras almas al mismo sobrecogimiento que hizo tiritar a la suya.

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid