San Juan 15,1-8:
Sin él, nada somos
Autor: Arquidiócesis  de Madrid

Hch 15,1-6; Sal 121; Jn 15,1-8

Permaneced en mí y yo en vosotros. Si volviéramos a la circuncisión, ¿permaneceríamos en él? Ahí está la clave del enorme problema que se nos plantea hoy en los Hechos, un terrible dilema para la Iglesia de los comienzos. ¿Debían volver a la circuncisión? Es verdad que numerosos prosélitos o, simplemente, paganos, se hicieron cristianos; creyeron en Cristo. Pero ¿no les faltaba aún un punto decisivo, el último y capital? Creer en Jesús habría sido para ellos la manera de incorporarse al pueblo de la Alianza, y la circuncisión era la señal física de pertenencia a ese pueblo. Por eso, lo que tantos opinaban: en definitiva, si no se circuncidan, no podrán salvarse. Altercado y violenta discusión. Porque esto significa, a la postre, que sería la circuncisión y la pertenencia al pueblo de la Ley lo que nos salva de los pecados y de la muerte. Jesús, así, hubiera sido un medio para llegar a este final. Importante, sin duda, pues se veía el gran crecimiento de los que amaban a Jesús; era una bendición del cielo para atender al crecimiento del pueblo de la Alianza. Pero, entonces, Jesús no sería el centro y tampoco el fin. Era, sin más, un paso intermedio. Bendito y enviado por Dios, pero en ningún caso el Hijo.

Se entiende, pues, el ardor decidido con que Pablo y Bernabé suben a Jerusalén. Las cosas deben aclararse de una vez por todas. Ya no estamos en la Antigua Alianza, por más que renovada en sus maneras, sino en una Nueva Alianza. Somos hijos de Abrahán, pero ya no es nuestro padre en la sangre, sino nuestro padre en la fe. Las Escrituras se cumplen, pero completándose en Jesucristo. No se cierran sobre sí mismas, sino que se abren a quien es el único Mediador, quien es la Palabra del Padre, el Hijo.

Vamos alegres a la casa del Señor, ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén, como dice el Salmo, sí, pero esta casa ya no es el Templo de los judíos. No porque estemos contra él, sino porque nuestra Jerusalén baja del cielo, y el templo es ahora nuestro cuerpo, lleno del Espíritu Santo que en poco días vendrá sobre nosotros. Porque todo lo que viene del Padre, la cadena del amor, se nos dona en Cristo, por Cristo y con Cristo, es decir, el quicio de nuestra vida es ahora sólo Jesucristo. Ninguna ley, como no sea el mandamiento del amor.

Sarmientos de una vid; y sin él nada podemos hacer, porque todo se nos da por él. No pertenecemos a ninguna Ley. Nuestro frutos no son frutos de cumplimiento de una Ley, de pertenencia a un pueblo de sangre, pues somos hijos de una fe: nuestra fe en Cristo Jesús, que es la que nos justifica; la que nos salva. Sin mí, nos dice Jesús, no podéis hacer nada. Él es el quicio. Él es el centro. Él es la ocasión. Él es nuestra vida, Él es nuestra salvación. Sin él, nada somos, pues toda ley y cualquier pertenencia nada son si no pasan por su carne; si no se nos dan en su carne sacramentada. Por eso, pendemos de la comida eucarística en la que comemos su cuerpo y bebemos su sangre. Hasta ahí llega nuestra pertenencia. De esta manera, y solo de ella, ahora, en los tiempos que comenzaron para siempre con la encarnación del Hijo, con su muerte y resurrección, recibe gloria el Padre de Jesús, el que es también Padre nuestro.

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid