San Mateo 15,21-28:
Es una tierra que mana leche y miel
Autor: Arquidiócesis  de Madrid

Nú 13,1-2.25-14,1-26-30.34-35; Sal 105; Mt 15,21-28

Curioso, siempre curioso. La que entrevén los exploradores, la prometida, es una tierra que mana leche y miel. Pero, ay, la habita un pueblo numeroso, alto, potente; frente a ellos, parecemos saltamontes. Es una tierra que devora a sus habitantes. De ninguna manera podremos con ellos. Al saberlo, la comunidad entera empezó a dar gritos y el pueblo lloró toda la noche.
Imposible, no hay nada que hacer. Batalla perdida de antemano. La decepción y el enfado del Señor es grande, monumental. He oído a los israelitas murmurar de mí. Resoplaban su desconfianza de quien les llevó cuarenta años por el desierto; el Señor no lo entiende. Ninguno de esta generación vivirá para verlo, y todos dejarán sus huesos en el desierto, sin entrar en esa tierra de promisión. Las palabras contra ese pueblo desleído en su desconfianza, que no ve la fuerza del Señor, son decisivas, mayores; la forma del juramento es máxima: Yo, el Señor.

Apasiona que al punto, el salmista pida al Señor que por encima de nuestras inmensas flaquezas, esas que nos llevan al abandono, a la desolación, a la renuncia, se acuerde de mí, por amor a su pueblo. Que ese juramento suyo no sea de ruptura, de abandono de ti y de mí, aunque las piernas nos hayan flaqueado de esa manera tan total, tan insidiosa, tan miserable. Hemos pecado, como lo hicieron nuestros padres antes de nosotros. Hemos olvidado, tan pronto, sus obras fulgurantes. Dios hablaba ya de aniquilarnos, pero Moisés, su elegido, intercedió por nosotros, se puso en la brecha que se abría entre él y nosotros con objeto de apartar su cólera del exterminio. Moisés frente al Señor para que, por nuestros pecados, no nos extermine. Y consigue que la decidida voluntad del Señor contra nosotros se haga de nuevo voluntad de misericordia.

Tiene que ser la mujer cananea, habitante de esa tierra que devora a los suyos, en nada, pues, del pueblo elegido, sino enemiga, quien grite a voz en cuello: ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Ella en nada se emparenta con ese linaje. En nada ha recibido la promesa de la alianza. En nada conoce a su Dios. Pero, ella sí, ha conocido a Jesús. Ha reconocido en él la misericordia infinita del Señor. En él, puede confiar. Puede confiarle lo imposible: la curación de su hija. Ha entrevisto que ella también pertenece a ese pueblo de la misericordia, aunque no sea del pueblo de la alianza. Porque ha visto que en Jesús se muestra la misericordia de Dios con toda su infinita libertad. Mejor, que en Jesús, a través de ella, se va a mostrar esa misericordia sin límites de linajes o de etnias. Es verdad, como le dice Jesús, que ha sido enviado a las ovejas perdidas descarriadas de Israel. Ese es su lugar primero. Pero, se va a ver al punto, no único. Ni siquiera privilegiado, el más importante. Atiéndele, ruegan, por una vez, los discípulos ante los gritos que piden misericordia. Señor, socórreme. Y, también por una vez, Jesús le responde con esas palabras maravillosas: no está bien echar a los perros el pan de los hijos. Y la mujer cananea responde llena de confianza a su Señor.

Mujer, qué grande es tu fe; que se cumpla lo que deseas. Ni fuerzas ni pertenencias ni gritos. Sólo la fe. Confianza absoluta de quien cree con toda su fidelidad que en Jesús habita la misericordia del Señor. Algo nuevo se abre en nosotros.

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid