San Juan 6,41-51:
Dios, a quien podemos llamar Padre
Autor: Arquidiócesis  de Madrid

1Re 19,4-8; Sal 33; Ef 4,30-5,2; Ju 6,41-51

Vemos hoy al profeta Elías, también él derrengado, desalentado de todo, caminar por el desierto, buscando que el Señor le quite la vida. Y su oración puede ser, es la nuestra: pues no valgo más que mis padres. No cabe en mí el creerme más, mejor. Mis llagas son tan purulentas como las de ese que había sido mi padre. No soy mejor que él. Quizá en algún momento pude engañarme. Pero, finalmente, vi la verdad sobre mí. Por eso, con Elías, caminamos hacia la profundidad del desierto. Mas, allá, en mitad de nuestro sueño sofocado y vacilante, encontramos alimento. Levántate y come, que el camino es superior a tus fuerzas. Asombra este aliento que no habla sino de la dificultad que todavía queda por delante. Con Elías deberemos aún caminar sin descanso cuarenta días y sus cuarenta noches hasta llegar al monte del Señor. El monte del susurro del amor y de la misericordia. Sólo entonces, al llegar a ese lugar, será cuando podamos cantar con el salmista, el gustad y ved qué bueno es el Señor. Pero no antes.
¿Cuál será esa pan que nos es donado para tan grande camino, el pan de nuestro consuelo, el que hace posible lo imposible? Yo soy el pan bajado del cielo, nos dice Jesús en el evangelio.

Mas, de nuevo, como siempre, los del realismo obtuso se repiten a sí mismos la obviedad que les impide ver lo verdadero: ¿no es este el hijo del carpintero?, ¿cómo afirma ahora, el fresco de él, a nosotros que le hemos visto crecer junto a la fuente, que ha bajado del cielo? ¡A nosotros nos la va a dar con queso! Realismo chato y quebrado que les impide ver lo evidente, pues sólo quien se acerca a él con los ojos de la fe que el Padre le dona para que se allegue a él, si el Padre lo trae, sabrá que él ha sido quien le ha enviado. Y que es pan de alimento. Pan de amor y de misericordia. Suave susurro del amor del Padre por los suyos. Y sólo a quien el Padre le ha enviado a él, él lo resucitará el último día. Realismo de la fe. Fidelidad de quien, enviado por el Padre hacia él, construye su vida en la creencia de esa fe. Porque él, Jesús, nuestro Jesús, es el pan de vida. El único pan que baja del cielo. Quien coma de él, no morirá, sino que tendrá la vida eterna. ¿Y cuál es ese pan? Su carne para la vida del mundo. Comemos su carne. Bebemos su sangre. Ahí está contenido el suave susurro del Dios de amor y de misericordia.

Hermosas palabras de san Pablo a los Efesios: no pongáis triste al Espíritu Santo. Pues hemos sido marcados con él —signados con él, ungidos con él, como con aceite santo— para el día de la liberación final. Por eso, ¿cómo hemos de ser? Imitadores de Dios, como hijos suyos que somos en la carne y la sangre de Cristo. ¿Qué haremos? Pablo emplea aquí un hermoso lenguaje de nuestra realidad sacrificial: vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por vosotros como oblación y victimad de suave olor. Muchos durante mucho tiempo han impedido hablar este lenguaje de excelsas realidades. Querrían, quizá, que perdiéramos la realidad de nuestro ser de carne, una vez que habíamos perdido ya la realidad del ser carnal de Jesús, el Hijo entregado por nosotros.

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid