San Lucas 13, 10-17:
“Abba!” (Padre)
Autor: Arquidiócesis  de Madrid

Rom, 5,12-17; Sal 67; Lu 13, 10-17

Dejarnos llevar por el Espíritu de Dios. Mirad de qué modo tan admirable subraya Pablo, en una de sus páginas más hermosas —este capítulo octavo que comenzamos a leer el sábado—, la iniciativa del Espíritu. Nada podemos sin él; si él no nos empujara, no iríamos a ningún lugar de enjundia. Mas el Espíritu de Dios estira de nosotros con suave suasión de enamoramiento. Falta una segunda cosa: nuestro dejarnos llevar. La conjunción de nuestra libertad. Nunca lo olvidemos, podemos no dejarnos llevar. Podemos resistirnos al Espíritu. Cuando se da en nosotros la suasión de enamoramiento en libertad, entonces es cuando somos hijos de Dios. Fijaos cómo insiste Pablo. No hemos recibido un espíritu de esclavitud. No es el temor quien estira de nosotros y nos arrastra en contra de nuestros deseos profundos, haciéndonos no ser libres. Sino que en esa conjunción de menesteres, el Espíritu que nos empuja sin apabullar nuestros deseos de libertad y nosotros que nos dejamos empujar enamorados en acto asombroso de libertad, se nos da lo que hemos recibido como donación inmensa: un espíritu de hijos adoptivos que nos hace gritar: “¡Abba! (Padre)”.

Desde ese momento hay conjunción estupefacta entre el Espíritu y nuestro espíritu. Y damos testimonio concorde. Hay fusión de deseos. Hay fusión de libertades. Hay fusión de acciones. El Espíritu ha hecho de nosotros, de nuestra carne, su casa. Y damos testimonio conjunto de que somos hijos de Dios. Porque nuestro Dios es un Dios que salva, como afirma el salmo. Y nos salva de esta manera pasmosa. Somos hijos de Dios. Nosotros que andábamos perdidos, rebeldes, deshilachados, en seguimiento de todo lo que nos aleja de nuestro propio ser, estirados desde puntos atractores que no son sino Mamón, es decir, desaforamiento por el dinero, por el sexo, por el interés de lo mío, de lo nuestro, por el desprecio de todo lo que no me vale; aplastando y despreciando todo, y a todos los que no son de mi mera conveniencia. Quizá sumergidos por la atracción de Nada, que se hace conmigo, una vez que todo lo anterior ha mostrado su vaciedad. Pues bien, ahora hemos encontrado en Cristo, con él y por él, al Espíritu que él nos ha enviado de parte de Dios. Sólo nos ubica ante una circunstancia: dejarnos llevar por el Espíritu.

Nótese, sin embargo que Pablo pone una condición de ese nuestro estar con Cristo y ser de él: sufrimos con él para ser también con él glorificados. Necesitamos que Jesús nos imponga las manos, como a esa mujer que llevaba diez y ocho años enferma de su espíritu, por lo que también nosotros andamos encorvados, sin poder enderezarnos, lo acabamos de ver. Y cuando nos impone las manos, quedamos derechos y podemos dejarnos ahora llevar por el Espíritu.

Curioso, en el relato evangélico, en nuestra vida, enseguida algún jefe, que se cree con derechos sobre nosotros, se queja con ardor ante la gente. No vale. Va contra las reglas. Así no pueden hacerse las cosas. Veja a nuestros dioses. Venís y os dejáis arrastrar a lo no permitido; lo que va contra las conveniencias. Os queréis alejar de nuestro dominio y para eso buscáis excusas. Sois hijos del Mal. Enredáis vuestra libertad dejándoos arrastrar por él.

Las palabras de Jesús son espada afilada que separa en lo profundo de nuestro ser la libertad de sus ataduras. Impone sus manos sobre nosotros, sobre nuestros encorvamientos, y nos deja libres para vivir nuestra libertad. Con el sufrimiento, ha roto todas nuestras ataduras.

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid