San Lucas 6, 12-19:
Sois miembros de la familia de Dios
Autor: Arquidiócesis  de Madrid

Ef 2, 19, 22; Sal 18; Lu 6, 12-19

¿Cómo alcanzará a toda la tierra su pregón? Por la voz de sus apóstoles y discípulos. Es verdad que todo lo que hay, el día, la noche, el firmamento, proclaman la gloria de Dios, pregonan la obra de sus manos, pasan el mensaje, se lo susurran. Lo supimos ayer. Mas también es verdad que nuestra voz, la que proclama el evangelio del Reino, es parte esencial de ese susurro. Si nosotros calláramos, ¿quién de entre nuestros hermanos podría oír, mejor, entender el mensaje que la noche a la noche se lo susurra? Vivimos en un momento en el que esas proclamaciones y susurros se oyen por doquier. Tras unos tiempos en pura desazón de sequedad, en los que sólo parecía contar lo probado por malinterpretadas ciencias, quedando todo lo demás rechazado, tirado al basurero como ámbito irracional, luctuoso, hay ansia de lo divino. Incluso haciendo zápin nos cansamos de ver series y películas en las que lo sobrenatural regurgita en cada escena. Susurros de la noche a la noche. Pero que, se diría, nos llevan a desconocer más aún lo que sea el Dios vivo.

Por eso, necesitamos apóstoles y discípulos de Jesús, miembros de su cuerpo que es la Iglesia, que nos hablen, que nos enseñen, que nos prediquen. Que oyendo en ellos, es decir, en nosotros, al propio Jesús, al venir a escucharle, se vean curados de sus enfermedades, dejen de estar atormentados por espíritus inmundos. Que oyendo en nuestra predicación y en nuestra vida el mensaje de salvación de Dios que se nos ofrece en la vida y en la muerte redentora de Jesús, el Cristo, quieran tocarle a él, porque sale de él una fuerza que los curaba a todos.

Los apóstoles primero, luego los discípulos y todos nosotros los creyentes, estamos implicados en ese susurro que pregona la obra de sus manos. Una obra de salvación. La obra que es la Iglesia. De la que él es cabeza y nosotros su cuerpo. Porque también nosotros estamos edificados sobre el cimiento de los apóstoles. No importa que nuestra misión no sea sucederles en la plenitud de su empeño; empeño eclesial. Porque nuestra misión sí es adentrarnos también en ese susurro que habla de él a todas las naciones y en todos los tiempos. ¿Cómo habríamos de callar? Somos ciudadanos de los santos. Qué hermosura cuando san Pablo, una y otra vez, nos llama los santos, ¡pues lo somos! Por supuesto que no por nuestros méritos y gracias, sino por haber sido acogidos como miembros de la familia de Dios. ¿Qué hicimos para ello? Nada; apenas si ser receptivos a quien venía por el camino, a oír el susurro de su paso junto a nosotros. En medio de dudas y vacilaciones —¿no les acontecía lo mismo a ellos, los apóstoles y discípulos de Jesús?—, creemos en él. Corremos a él también nosotros gritando: creo, Señor, pero ayuda mi incredulidad.

Edificados siempre sobre el cimiento de apóstoles y profetas, Cristo Jesús es la piedra angular. En él se ensambla todo el edificio, levantándose poco a poco para formar un templo consagrado al Señor. Siempre en Cristo Jesús, también nosotros, tú y yo, nos vamos integrando en la construcción. El verbo está en gerundio: no se logra de una vez por todas, sino en el duro bregar y en el susto del ir yendo; poco a poco, en el discurrir de nuestra vida. Para ser morada de Dios, por el Espíritu.

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid