San Lucas 10,21-24:
¡Vamos a la casa del Señor!
Autor: Arquidiócesis  de Madrid

Is 11,1-10; Sal 71; Lu 10,21-24

Con el salmo —es nuestro grito de hoy, primer martes del Adviento—, cantamos: vamos a la casa del Señor. Porque el Señor está viniendo. Ya viene. Apresurémonos a ir a Belén porque está llegando. Curioso, contábamos con ir a Jerusalén, cantábamos la alegría de pisar sus umbrales; pero, no, llegando a ella, deberemos dirigir nuestros pasos a Belén, la ciudad de David. Hay un hiato entre Belén, la ciudad del nacimiento, y Jerusalén, la ciudad de la subida a la cruz. En este hiato nos adentramos ahora. Toda la vida de Jesús cabe en él. Es el tiempo de salvación que, de nuevo, se nos pone delante para que lo hagamos nuestro. Nos queda aprender quién es Jesús, acercarnos a él, volver a oír su llamada, seguir sus pasos, hacernos a él, rumiar sus palabras y sus actos. Tomar junto a él, aunque seguramente de lejos y en medio de infinitas zozobras, el camino de la cruz. Todo esto lo tenemos por delante, para que se haga carne de nuestra carne. Mirad, que está llegando en carne como la nuestra. Preparad sus caminos. Estemos alerta para que cuando se acerque y llame a la puerta nos encuentre velando en oración y cantando su alabanza.

Hacia el monte de la casa del Señor confluirán las naciones. Nosotros con ellos. Pero, mirad, al llegar a él, descubriremos que todavía queda un pequeño trecho, el que ha de llevarnos a Belén, como condición de nuestra arribada definitiva al monte del Señor. Caminemos a la luz del Señor. ¿Qué?, ¿se confundiría de lugar el profeta Isaías? No, pues el espacio que él señalaba no era un lugar físico, sino un lugar de carne. Lugar de encarnación. Todo en los profetas y en los salmos lo enseñaba así. Todo señalaba a la ciudad de David, y en ella a quien debía venir. Pues en esta ciudad es donde se haría realidad la luz del Señor en la carne del Mesías. ¿Quién sería el arbitro de las naciones, el juez de pueblos numerosos? ¿Los sostenedores del Templo, edificado en el monte Sión, en medio de Jerusalén? ¿No será más bien la carne que ha de nacer en Belén, como estaba anunciado? ¿La gloria del Señor serán las piedras, los intereses, las realidades de poder? No, la gloria del Señor es la carne. Miremos, pues, lo que está aconteciendo. Preparémonos a ello. Se acerca nuestra salvación.

¿A quién se acerca el centurión? A Jesús. Sabe que es él quien puede salvar a su criado, paralítico y sufriente. Sabe que es a él a quien debe dirigirse; que en su carne se nos acerca el poder de Dios. También poder curativo. Es centurión de ejércitos no judíos, de ocupación. Y, sin embargo, Jesús no duda un momento. Voy a curarlo. Escrúpulos del centurión. No soy de los vuestros. No es necesario que vengas con los míos y te hagas de ellos. Basta que digas una sola palabra y quedaré sano. Se ha deslizado el sujeto de esa frase. Somos nosotros los que quedamos sanos con la palabra del Señor. Palabra llena de poder, porque palabra procedente de Dios. Dice ven, y viene; dice, ve, y va.
Como siempre —es curioso la cantidad de veces que aparece en los evangelios y en todo el NT—, sólo se nos indica una condición: nuestra fe. Jesús encuentra en el centurión, en el alejado, quizá también en nosotros, más fe de la que ha encontrado entre los que se decían suyos.

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid