San Marcos 1,21-28:
¿Quién eres, Señor, dinos quién eres?
Autor: Arquidiócesis  de Madrid

1Sam 1,9-20; Sal 1Sam 2; Mc 1,21-28

Entonces, ya está. Sé quién eres. Mas ¿lo sabemos nosotros? No, lo saben los espíritus inmundos que nos dominan. Ellos, sí. Jesús lo increpa. Cállate y sal de él. El espíritu inmundo se retuerce y, dando un grito muy fuerte, escapa de nosotros.

¿Dónde ha ocurrido esta escena? En la sinagoga de Cafarnaún. Jesús entra en ella el sábado, justo después de la escena de los primeros discípulos que, tras el sígueme, abandonándolo todo, nos fuimos con él. Pero nos encontramos con el espíritu inmundo que ha dominado ya a uno de nuestros cercanos. Estaba allá, junto a nosotros, en la sinagoga, cantando las alabanzas al Señor. ¿Qué quieres de nosotros, pues sólo nosotros sabemos ya quién eres? Sutil el paso narrativo de un espíritu inmundo en singular, al plural. Pues esos espíritus están allá esperado la ocasión para devorarnos a nosotros también. ¿Has venido a acabar con nosotros? Porque, precisamente, para eso está, él, que ha sido ungido por el Espíritu y busca que penetre también en nosotros, sus seguidores. Pero a más de esa acción, en la que el espíritu inmundo sale del poseído dando un grito muy fuerte, está la palabra. Desde antes, quienes estaban en la sinagoga se quedaron asombrados de su enseñanza. Los letrados y entendidos de la Ley enseñaban lo que habían estudiado en sus tradiciones. Mas Jesús, en cambo, enseña con autoridad. Y ese enseñar, todos lo oyen y entienden, es nuevo. Sus palabras son «buena noticia de Dios». ¿Quién es este Jesús cuya acción nos libra de los espíritus y cuya palabra procede de una autoridad que le es propia? ¿Cómo es posible si él no ha estudiado en las escuelas de los letrados? ¿Quién le ha enseñado? ¿De dónde procede esa autoridad que manifiesta de una manera tan excelsa y natural?

La narración no puede terminar ahí, cuando esos espíritus proclaman quién es, el Santo de Dios. Ellos no pueden tener palabra, y si la tienen, no puede ser sino engañadora. Inmunda.

Cantaremos con el salmo, por tanto, que nuestro corazón se regocija con el Señor, nuestro salvador. ¿De quién nos salva? De los poderosos, contrarios a nuestro Dios; tal es el contenido mismo de nuestro salmo. Él levanta del polvo al desvalido; alza de la basura al pobre. Esto es verdad. Pero hemos comenzado ya a ver en dónde está su autoridad, que ha sido tan notada y comentada por todos los asistentes al espectáculo que se les ha mostrado en la sinagoga. Autoridad que le viene de sí mismo, que circunvala a su persona. Y su fama se extendió enseguida por la comarca entera de Galilea.

En la otra lectura, la primera, tomada del primer libro de Samuel, estamos adentrándonos en ver cómo, desde siempre, nuestro Dios actúa con entera libertad. Cómo prepara su intervención. Cómo aprovecha las circunstancias personales de quienes, menesterosos, como Ana, deshecha en lágrimas, se acercan a él. La oración de Ana no la podía oír el sacerdote Elí: estaba dirigida a su Señor y Dios. Sólo veía el movimiento de los labios. ¿Hasta cuándo vas a seguir borracha? No, no, lo que pasa es que estoy afligida y me desahogo con el Señor. Hermosísimas palabras. Le está pidiendo el hijo que no le llega. Vete en paz, que el Señor de Israel te conceda lo que le has pedido.

Expulsa los espíritus inmundos. Concede lo que desde el fondo de nuestra alma le pedimos, ahora, como acontecía desde antiguo. ¿Quién eres, Señor, dinos quién eres?

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid