San Mateo 6,7-15:
Mi palabra no volverá a mí vacía
Autor: Arquidiócesis  de Madrid

Is 55,10-11; Sal 33; Mt 6,7-15

Muchas páginas del profeta Isaías son deliciosas. Como las de hoy. Es el Señor quien nos lo dice. Su palabra baja a nosotros, empapa nuestro ser, damos semillas y frutos, y vuelve a él. De esto modo su palabra no queda vacía. Su palabra hará su voluntad y cumplirá su encargo, fructificando en nosotros. Genial manera de señalarnos que pendemos de él, dependiendo de nosotros. Su palabra que viene a nosotros no es una orden de obligado cumplimiento. Sino suasión de lluvia y mansa nieve que empapa la tierra que somos para que nosotros demos el fruto. Mirando las cosas con tiquismiquis exigentes, es verdad, todo es suyo. Al fin y al cabo ya lo sabíamos, somos criaturas suyas. Él nos ha creado y él nos sostiene. Si no, caeríamos en la inexistencia del no-ser. Pero la palabra del Señor que nos escribe Isaías es más sutil, más llena de libertad. No somos carne de obligado cumplimiento, sino que, empapados por la palabra que cae sobre nosotros, en nosotros crecen frutos. Frutos de vida eterna. De este modo, su palabra cumplirá el encargo que el Señor Dios le ha dado. Y sabemos muy bien quién es esa palabra. No el agua y la nieve del cielo, aunque también, sino quien es la Palabra de Dios.

Contempladlo, pues, y quedaréis radiantes. Nuestro rostro no se avergonzará. Pues producimos frutos de vida eterna. Nuestra carne, en el suave mojamiento de esa Palabra, produce frutos que, siendo nuestros, nos son dados desde lo alto. Por eso, como sigue el salmo, los ojos del Señor nos miran a nosotros, los que, por él, con él y en él, somos los justos. No justos de apreturas nuestras, sino justos de misericordia, justificados por su gracia. Por eso, cuando gritamos al Señor él nos escucha. Porque el Señor, con su Palabra, está cerca de nosotros, los atribulados. Nos salva a los abatidos. Qué hermosura y qué verdad cuando el presidente de la acción litúrgica nos dice una y otra vez: el Seños esté con vosotros. Es un deseo, una buena voluntad que se convierte en una seguridad, porque, de cierto, el Seños está con nosotros. Él, que es la Palabra que el Señor hace descender sobre nosotros, produce en nosotros y con nosotros frutos de vida eterna. Contempladlo, y quedaréis radiantes.

¿Necesitaremos en la oración, por tanto, muchas palabras? No, pues todo ha sido dicho ya, y él conoce muy bien todo lo nuestro. Todo se nos ha dado. Simplemente a partir de ahora llamaremos Padre a Dios. Cosa nueva, inauditamente nueva, de cuya novedad nos olvidamos demasiadas veces. Sólo con esto lo nuestro será ya un Nuevo Testamento. No mi Padre, cuya verdad queda sólo en Jesús. Sino que diremos Padre Nuestro. De este modo, cada vez que oremos, estaremos rezando por todos. Así, nunca nos olvidaremos de ellos en nuestra oración. Y, después, desgranaremos las peticiones de que consta esta sencilla oración. Sorprende su limpidez. Dios, nosotros, el prójimo, nuestras necesidades y acciones, aunque también el Maligno, ¿nos olvidaremos de él, tal como traduce hoy el evangelio de Mateo? Parece que a Jesús no se le menciona siquiera. Como si fuera una oración para todos los creyentes, para cualquier creyente. Es posible, pero no podemos olvidar que es Jesús mismo quien nos enseña esta manera de orar y, en segundo lugar, que su presencia está incluida con toda su enorme potencia en que nos enseña a llamar a Dios Padre Nuestro, porque es Padre suyo.

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid